Crónica sencilla de Mérida

Por Ángel E. Gutiérrez

Durante algunos años, al salir mi antiguo trabajo, en el Museo Fernando García Ponce, tomé la costumbre ir caminando al centro deportivo donde practico natación. Aunque muy sencillas, disfrutaba –y sigo disfrutando— intensamente de ambas actividades.

Recorrer la ciudad, avanzar por las atiborradas aceras del centro, sortear los obstáculos de los puestos de vendedores ambulantes y la habitual indiferencia de los peatones que, abstraídos en las pantallas de sus teléfonos móviles, caminan lentamente sin orden ni consideración hacia los demás. Todo ello cambia al llegar al rumbo de La Mejorada, con su parque que se abre como un remanso de verdor y hace antesala al convento del Tránsito de Nuestra Señora, cuyas venerables piedras se tornan áureas con los últimos destellos del sol.

Mi ruta seguía por las calles 48 y 43, pasando por la ex Estación de Ferrocarriles y su amplio patio de maniobras, promesa de parque y de arboleda para nuestra sofocada ciudad; los terrenos de La Plancha que albergan al Museo de los Ferrocarriles de Yucatán; el Sanatorio Rendón Peniche, afortunadamente rehabilitado por la UNAM, hasta que, por fin, llegaba a mi destino para disfrutar de la alberca durante poco más de una hora.

Muchas de aquellas tardes, en el camino me encontraba con una iguana negra, mejor conocida en Yucatán como tolok. El animal era de buen tamaño; había hecho su escondrijo en el interior de un poste de luz abandonado a un lado del muro de la vieja cordelería del rumbo de la colonia Lourdes Industrial. Supongo que el lugar era adecuado para la vida de un tolok ya que, en las grietas de la prolongada planicie de cemento que es la acera, crecen hierbas y flores silvestres con abundancia, de manera que el reptil tendría suficiente alimento a su disposición.

Debo confesar que los tolok, sus primos y demás parentela, no me gustan para nada, por lo que la mayoría de las veces mi encuentro con el saurio era más bien un gran susto, creo que para ambos. Sin embargo, llegué a acostumbrarme y alegrarme de verlo en el umbral de su cueva, mirando con cierto aire de grandeza hacia sus selváticos dominios urbanos, acaso conocedor de su rancio abolengo sobre la tierra y de que los mayas llegaron incluso a divinizarlo.

Una tarde, tristemente encontré al pobre bicho inerte, algo descompuesto, cerca de la entrada de su guarida. Una piedra certera había cortado su existencia: arraigado vicio del ser humano por demostrar su dominio sobre la naturaleza. El tolok muerto yacía sobre las mismas hierbas que fueron su alimento diario; algunas florecillas crecían en torno suyo como coronas fúnebres cuidadosamente colocadas por la casualidad. Desde entonces mis caminatas fueron un poco menos interesantes. Por cierto, aquella tarde, el venerable finado me asustó una vez más.

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *