La libertad de expresión es una cosa de lo más peculiar. El artículo 6to nos garantiza que “la manifestación de ideas no será objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa”, pero hay quienes la tienen entendida a medias y creen que el desacuerdo es censura.
Un compañero compartió en redes sociales un video de un fundamentalista religioso diciendo el tipo de impertinencias que los fundamentalistas religiosos suelen decir. Se burló de él; no debatió sus ideas, simplemente tecleó sus risas.
Entre tantas respuestas, una le llamaba a retractarse. Decía que, le guste o no, el locutor del video tiene libertad de expresión y por ende no se le puede criticar, pues eso sería censura y un ataque a sus derechos.
Para esta persona, y para un número alarmante de ciudadanos, la libertad de expresión tiene un significado alterno y unilateral: “yo tengo derecho a decir lo que quiera, y nadie tiene permitido estar en desacuerdo conmigo”.
Me gustaría pensar que no hace falta aclararlo, pero por algo escribo esta columna: criticar lo que dice alguien no es violentar su libertad de expresión, sino ejercer la propia. Es de lo más paradójico esperar que la libertad de expresión te garantice que otros tengan prohibido pensar diferente a ti.
No porque alguien critique lo que digas significa que te está imponiendo pensar como él o ella, o que esté atacando tus derechos. El presumir que esa persona tiene prohibido estar en desacuerdo contigo, al contrario, sí es imponer tú.