Por Sergio Aguilar
Aunque llegue un poco tarde, dado lo acostumbrados que estamos a la inmediatez (mas no excepcionalidad) de los productos mediáticos en el ecosistema de hoy, vale la pena discutir la nueva temporada de la serie Black Mirror.
Compuesto por tres episodios pretendo argumentar que esta es la peor temporada de todas las que ha producido la serie. Sin embargo, como mi interés no es hacer crítica de cine, pasaré algunas reflexiones que nos deja cada capítulo para mostrar así los impasses de la lógica con la que nos enfrentamos a la vorágine de digitalización que nos asfixia hoy.
El primer capítulo, Striking Vipers, narra la historia de dos amigos que, tras crecer y separarse por el matrimonio de uno de ellos, retoman la amistad a propósito del último lanzamiento del videojuego que tanto disfrutaban, una especie de Mortal Kombat. Ahora, con los lentes de Realidad Virtual, pueden estar en medio del escenario de pelea y controlar al avatar “desde dentro”.
Este control “desde dentro” hace creer que hay más libertad: más libertad de movimiento, más libertad creativa de cómo vencer en la batalla, y claro, más libertad de las restricciones de la vida “de afuera”. Es por ello que aprovechan ahí para tener lo que no habían tenido: la posibilidad de “completar” la relación sexual, al tener sexo entre ellos a través de sus figuras.
Lo que nos recuerdan los avatares que usamos en el mundo digital, ya sean los videojuegos o la persona que construimos para presentarnos en redes sociales, la caricatura que nos encanta creer que es nosotros, sostiene el muro que nos evita enfrentarnos con las cadenas que nosotros nos hemos impuesto. A través del avatar tengo sexo, a través del avatar mido mi éxito, a través del avatar puedo librarme del terrible peso de ser yo. El avatar me permite ignorar la culpa que cargo al asumir las consecuencias de mis decisiones.
Justo el tema de la culpa que cargo con mis decisiones es el siguiente capítulo, Smithereens, donde un taxista digital (Uber, Didi, Cabify, etc.) secuestra a quien cree es un ejecutivo de una empresa gigantesca de redes sociales para obligar al gurú informático a entrar en contacto con él. Lo que nuestro protagonista hace es un ritual histérico para decirle algo al Gran Otro, que se supone podrá sancionar la acción, pero este Otro se muestra imponente, pues confiesa que es sólo la cara que oculta al Otro que lo controla a él. Si la paranoia era la búsqueda de un Otro del Otro, es necesario entonces volverse paranoico para entender cómo funcionan las grandes transnacionales de la comunicación digital.
La relación que guardan estos dos episodios es que en el primero me relaciono con el otro a través de un avatar (pongo al muñeco como el guante que me protege de asumir al límite las consecuencias de mi deseo), mientras que en el segundo exijo un acercamiento cada vez mayor con el Otro, con tal de que otorgue un sentido a mi sufrir.
El problema es que el primero de estos episodios sufre de un final muy abrupto y que no trae un cambio de subjetividades tras el (pseudo) Evento Amoroso, y el segundo tiene un final muy predecible que tampoco ofrece un cambio de subjetividades tras el (pseudo) Evento Político.
El tercer episodio sí ofrece una evolución de los personajes, pero asentada en una relación ingenua y peligrosa con la tecnología. Esto es el material de la siguiente entrega.