Carlos Hornelas
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Hemos visto un primer debate presidencial en el cual la atención, tanto de candidatos, como de espectadores estuvo centrada en el reloj que computaba al acumulado de la bolsa que tenía cada uno para sus intervenciones.
A esto, se ha sumado, al paso de los días, las quejas por parte de los partidos políticos acerca del formato, de la falta de versatilidad para los contendientes y del acartonamiento de su imagen. Aunque, para ser justos, dichos partidos no tienen memoria o son lo suficientemente descarados para no reconocer que ese formato fue aprobado por unanimidad por cada instituto político y ratificado posteriormente por la Sala Superior del Tribunal Federal Electoral.
Sin embargo, como en toda competencia, ante la insatisfacción con los resultados, lo más cómodo es echar la culpa al árbitro, en este caso, al INE.
Si se continúa culpando a INE tanto en la realización de los siguientes dos debates pactados, como en sus intervenciones para llamar la atención sobre transgresiones a la ley vigente, se puede minar la credibilidad y respetabilidad del órgano autónomo, y con ello, los resultados de la votación cuando se den a conocer. Éste es un tema de suma preocupación que no le conviene ni a tirios ni a troyanos porque puede encender las pasiones de uno y otro sector y enrarecer aún más el ambiente político.
Por otra parte, habrá que reflexionar si lo que se ha presenciado puede efectivamente llamarse “debate”. En realidad, lo que vimos fue una terna de contendientes que parecían responder a un interrogatorio tipo concurso en el cual respondían a preguntas al azar que no eran comparables como para que la población pudiera diferenciar la naturaleza del “proyecto político”.
En ese sentido, no hubo réplicas entre las posiciones de uno y otro, así como tampoco rebatieron o refutaron con argumentos las intervenciones de sus compañeros de mesa. Lo que abundó fueron las descalificaciones adjetivadas y las alusiones personales, como en el resto de las campañas.
La candidata de la administración en el poder, Claudia Sheinbaum salió a presumir sus logros y, como era de esperarse, no puso en riesgo su posición sabiéndose puntera en las encuestas. No solo no cedió ante las provocaciones de su principal rival, Xóchitl Gálvez, sino con una solemnidad parsimoniosa que contrasta con la imagen “cálida” y “desenfadada” que se ha construido recientemente en sus actos de campaña, lució hasta flemática y con un perfecto manejo de expresión ante las cámaras que acusa un entrenamiento previo.
En el caso de la candidata de oposición, hizo lo que se esperaba dentro de la posición que le tocaba de acuerdo al tablero político actual. Salió a cuestionar y provocar a la candidata oficial, sin embargo, falló, como parte de su nerviosismo, en su control con los elementos que acompañaban su expresión como cartulinas y hasta la bandera nacional.
Se esperaba que saliera a relucir su personalidad espontánea y ocurrente, hasta retadora, pero se le notaba nerviosismo e incluso incomodidad. Desde el arreglo personal que nos ha tenido acostumbrados en los cuales suele incluir motivos alusivos a su origen indígena, emblemático de su identidad, hasta algunas de las expresiones, se sentía indecisa por el tono de sus intervenciones.
Quien en realidad no tenía nada que perder y todo que ganar, fue el candidato de Movimiento Ciudadano, Máynez, quien con el simple hecho de ponerse a cuadro en la televisión pudo hacerse visible ante quienes no lo conocían.
En todo caso los tres representaron un papel y nos mostraron que las ideas que expusieron no son propias y por lo tanto, no hay pasión para defenderlas y que ninguno está convencido de mostrarse tal cual es en estos ejercicios mediáticos.