¿Derecho a ofeder?

CARLOS HORNELAS

carlos.hornelas@gmail.com

Estimado lector, si estima que se llegara a sentir ofendido por aquello que pudiera yo hacerle sentir con mis líneas, le invito a dejar a un lado la lectura, a fin de evitarme un problema en el futuro inmediato. Y que, es prácticamente imposible saber de antemano lo que para una persona puede resultar una ofensa.

Otra cosa es, por supuesto, la voluntad de insultar o zaherir a alguien. Habida cuenta de que en ese caso o en el de las injurias y falsos testimonios se utiliza la comunicación para denigrar al prójimo, de manera deliberada y premeditada, con la ofensa ocurre algo un tanto inesperado.

No obstante, en lo que se refiere a ser ofensivo, eso es totalmente distinto. Aquello que se siente como ofensa, es puramente subjetivo.  Como lo dice Jordan Peterson, si uno habla con una persona podrá, o no, encontrar algo en su discurso que pueda ofenderle. Si se trata de diez o cien interlocutores las probabilidades de que alguien se sienta ofendido, se incrementan exponencialmente, de tal modo que tarde o temprano, no importa la materia que se trate, puede resultar ofensiva para alguien.

Esto sucede sobre todo en el caso de que los temas sean controversiales. En este sentido, cosas tan intrascendentes como el resultado del marcador en un partido de futbol, puede resultar ofensivo para alguien. Cuanto más controversial y debatible es el tema, más ofensivo puede resultar siquiera abordarlo. Aun cuando no se ocupen palabras altisonantes ni insultos ni figuras retóricas que vistan nuestro discurso.

Entonces ¿qué queda? Para algunos la respuesta es reducir al mínimo los temas, vocabulario y repertorio gramatical que “pueda resultar ofensivo a alguien”. El problema es que hay tantas personas en el mundo que el simple hecho de hacer este experimento mental es agobiante. Si seguimos por ese camino, terminaremos por capitular con los demás, de modo tal que en aras de llevar la fiesta en paz, callaremos constantemente, es decir, la falsa pretensión de no ofender a nadie, en extremo nos lleva a una encrucijada con dos vertientes: reducir los tópicos controversiales o ejercer una autocensura.

En cualquiera de estos casos, quienes mantienen esta posición de ser “políticamente correctos” en realidad están instaurando el final de uno de los cimientos más importantes de nuestra cultura occidental: la del logos. Logos que puede ser entendido como razón o argumento (no como el sentimiento de ofensa) y logos en el sentido del fluir del discurso: de la tarea esencial de hablar, de comunicar.

Quienes se autodenominan pontífices de las buenas maneras y promueven la corrección política, reducen la posibilidad de escuchar otras voces, restringen el discurso a unas cuantas palabras para no utilizar otras y finalmente destierran otras formas de pensamiento para imponer la propia, independientemente si tienen o no razón.

Por otra parte, si en un debate uno advierte lo “ofensivo” de algún argumento, se dará cuenta del cambio de dirección de la estrategia de quien defiende cierta posición, porque entonces no se centrará en tratar de encontrar la verdad de la cuestión a tratar sino la manera de plantearlo, y hallará también en esa persona la posibilidad de descalificarla a causa de su expresión y no a partir de lo razonable de su argumento.

En otras palabras, para quienes tienen amplio criterio no existen las ofensas, solo la ignorancia, la torpeza al comunicar o intolerancia ante la supuesta irreverencia del otro. En todo caso, son punibles las expresiones indecorosas o con dolo, mas cuando el silencio es preferible en una sociedad es que ya no hay nada más que decir.