Diez de mayo por una loca que le pegaba a la mata de limón

Por: Alejandro Fitzmaurice

 

Le gustaba comer huayas sentada en la escalera. Luego, regresaba a lavar. Allí se la vivía por las tardes: en la batea. Y todo porque no se le pegaba la gana de aprender a usar la lavadora.

Ella, a mano, que para eso le pagaban, decía. Pero luego sí la usó, aunque sólo si no llovía. Le aterraba la electricidad. “Tu casa una vez se puso verde en las paredes con una lluvia que arreció. Fue la vez que a Eugenita y a ti los llevé al patio y nos guardamos abajo de la mata de limón… ¿te acuerdas?”.

No, doña Amada, nunca me acordé, pero lo que sí no se me olvida son las marcas que le hacías al tronco con el cinturón de papá que tomabas a escondidas. Así la recuerdo: o fajándose como boxeadora a cuerazos o como camionera a mentadas de madre con tal de que los frutos llegaran. Y llegaban.

Y había limonada todo el año hasta para aventar arriba y todo para terminar tomando Coca, tu vicio. La mata de limón… harías berrinche si supieras que papá y don Ambrosio la tumbaron poco después de que murieras. Ya se había quedado seca. Nadie la chicoteaba.

Tuvo que irse porque ya estaba grande, ya estaba vieja. Igual me acuerdo cuando la llevé a comer a la casa en Día de Muertos y ella con la esperanza de arreglar cuartos e irse hasta la noche. Dos o tres sábados de panuchos más en su cocina y le perdí la pista, preocupado como estaba en ese entonces por volverme escritor (¡qué risa!).

A fin de cuentas, la tenía segura o eso pensaba. Se quejaba de la diabetes mientras tomaba Coca Cola. No tenía nada, pero ni ella supo cuando el cáncer se le untó en los intestinos.

Pasó lo que tenía que pasar. Papá, con su habitual parquedad y delicadeza, me lo dijo en un mensaje: “se murio Nana” (sin acento) y yo en un concierto de Joaquín Sabina con ganas de que se acabara el mundo porque en ese momento se me estaba acabando.

Después un viaje de 17 horas en camión con una lanza en el costado. Todo para llegar y aventarle de rabia las flores al muerto que sea porque nadie encontraba su tumba en el cementerio.

Y se fue otro diez de mayo y yo tendré una madre genial —porque la tengo—, pero a mí, Nana me hace falta para siempre con sus cuentos de Kizín en la cocina dejó duro el frijol, con su risa desbocada y su mano acariciándome el pelo mientras me quita los piojos que me pegaron en el Colegio Montejo.

Adiós nunca, Nana. La lanza se sigue sintiendo todos los ratos, a todas las horas, todos los días. Todo el tiempo.

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