Mario Barghomz
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Eran los años 60 del siglo pasado. Sí, se oye muy lejos, pero eso es apenas hace 23 años, en el milenio anterior (que también se oye distante). Fue la época en que la música irrumpió en el gusto y la conciencia popular; apareció el “Pop” con la generación de la “Ola británica y norteamericana”.
Y junto a ello, como parte también de la misma generación y un género que le dio identidad a la comunidad norteamericana, arribó también el “Folk”, dicho más concretamente el “Folk-Rock” asistido por un personaje extraño con pinta de vaquero texano y ermitaño al estilo del Zaratustra de Nietzsche.
Sus herramientas eran apenas una guitarra acústica y una armónica que solía montar sobre su cuello. Así nada más; simple y llanamente. Su nombre: Bob Dylan.
¿Cantaba?, pues sí, pero no cantaba. No como lo hacían el resto de artistas de su generación. Lo hacía distinto, y eso lo hacía parecer excepcional. Y tal fue su diferencia que con el tiempo se volvió atípico. Su misma diferencia al cantar sus propias canciones lo fueron separando del resto de los demás. Como en el caso de Van Gogh en la pintura. Aunque Dylan, que sepamos no padece a sus 84 años, de ninguna enfermedad mental.
La música de Dylan hoy representa, como la de The Beatles, esa parte significativa que puso los cimientos y le dio vida a una generación de postguerra, que buscaba también en la poesía y la política, respuestas de vida a un mundo que se había equivocado y que al parecer seguía equivocándose con la apertura creciente del fascismo, la guerra de Vietnam y la “Guerra fría” entre Rusia y Estados Unidos.
Dylan comenzó a cantar para esa generación, a escribir y describir a través de la poesía de sus canciones, el lado oscuro y vacío de un mundo que necesitaba regenerarse. Canciones que nos permitieron mirar lo que Dylan miraba.
Quizá los primeros años fueron de incertidumbre y lucha; un Dylan que buscaba también, como tantos, ser parte de una conciencia reflexiva y motivadora. Canciones “Como una piedra que rueda” y “La respuesta está en el viento” (clásicos del folk-rock representativo de Dylan) no sólo se hicieron inmediatamente populares, sino que se convirtieron en el estandarte y los himnos de una generación hambrienta de cambios.
En su canción “Déjenme morir de pie”, Dylan escribe: “Ha habido guerras y voces de guerra / El sentido de la vida se ha perdido en el viento / Y algunos piensan que el final está cerca / En lugar de aprender a vivir, aprenden a morir… / Si tuviera rubíes, riquezas y coronas, compraría el mundo entero para cambiar las cosas…”
Steve Jobs (el genio de la telefonía y la inteligencia digital) en la biografía de vida que le escribió Walter Isaacson (2011), lo recuerda de esta manera: “Yo estaba muy nervioso -dice- porque él era uno de mis héroes, y me daba miedo que dejara de parecerme tan inteligente, que resultara ser una simple caricatura de sí mismo como le ocurre a mucha gente… Sin embargo, al conocerlo, mi amor por él ha crecido con los años, ha madurado. Es alucinante cómo creaba esa música siendo tan joven.
Hoy Jobs está muerto y Dylan, a sus 84 años sigue cantando e imponiendo la dinámica de sus conciertos donde no admite celulares y sólo canta sus nuevas canciones. Ahora, además con un Premio Nobel que le otorgó la Academia Sueca en 2016 y que lo distingue como único en el planeta que lo ha recibido por la poesía de sus canciones; Dylan ciertamente es un ejemplo de entereza y trayectoria de vida no sólo en el arte que ejecuta y lo distingue de entre todos, sino en aquello que otras vidas (como la mía) pueden aprender tanto de él.
La Academia Sueca del Nobel dijo que le otorgaba el premio “por haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición de la canción americana”.
¡Gracias Dylan por tu arte, por tu extraordinaria vejez y tu persona sin duda también diferente, fuera del canon del paradigma de todos los demás!