Paso en mi camioneta frente a nuestra casa de Dzilam González y veo a “Niño” que platica con Miguel mientras sostiene su bicicleta, sobre cuya parrilla hay una olla de aluminio con los pibes que acostumbra vender. Estoy seguro de que está ahí porque sabe que yo y la Chata somos sus clientes, pero no me puedo detener así que le hago rápidamente una indicación con el pulgar hacia atrás. Nos vemos poco, pero nos conocemos bien, así que esa seña bastó para que “Niño” retroceda unos 50 metros y encuentre a la Chata platicando con uno de sus tíos. “Me dijo tu marido que me compres pibes”, le dice en broma y en serio.
Aunque desconozco a muchos jóvenes de menos de 30 años porque si acaso tendré recuerdos de ellos cuando eran niños, en mi pueblo natal me siento a gusto porque conozco a la mayoría de las personas. En Dzilam pasa Xixo, me ve, me saluda y me dice que le gustaría mostrarme unas piezas arqueológicas que ha reunido. Como muchos de mis paisanos, sabe que soy periodista…
El pueblo ha crecido, pero mis amigos y amigas, familiares o simples conocidos siguen iguales y los conozco bien. Por ejemplo, cuando a la vecina Adelaida le preguntó por su esposo me dice que está trabajando en el puerto –se refiere a Dzilam de Bravo– de velador y que llega hasta la noche, pero sospecho que algo de lo que dice no es cierto; ojalá no sea que a su edad están peleados y separados, pienso.
Desde la puerta de la casa veo a Roberto llegar en moto a su casa. Camina con dificultad, por la gota, pero ni así deja de cumplir su rutina diaria de acudir a su rancho para atender a sus animales. Algunos le critican que tenga mucho ganado y no gaste su dinero, pero él es así y a nadie le rinde cuentas.
Jorge tiene una tienda de artículos electrodomésticos y otras cosas, a 50 metros de nuestra casa. Sé que quería ser sacerdote, pero no sé por qué desistió. Ahora está celebrando un aniversario más de su tienda y pidió permiso para cerrar la calle y hacer un convivio y un sorteo para sus clientes. Hace unos 20 años nadie hubiera pensado que tuviese vena de empresario.
Cerca de la iglesia parroquial veo a mi querida amiga Anita, caminando con el paso un tanto cansado por la edad. Su esposo, que era muy trabajador y a quien cuidó hasta el final, ya no está para acompañarla. Tiene un hijo que posee una notoria curiosidad por las cosas técnicas, lo que lo ha llevado, por ejemplo, a reconstruir una motocicleta de modelo antiguo, para luego presumirla en su muro de Facebook.
Veo pasar en su mototaxi a un muchacho al que todos conocen como “Monstrito” –a su hermano le dicen “Monstruo”– y que es tan gordo que me recuerda a mi amigo Jorge Rivas cuando decía que alguien era tan obeso que era más fácil brincarlo que darle la vuelta. “Nadie es gordo de casualidad”, es uno de mis refranes, y “Monstrito” tiene tan buen diente que esa característica suya de ser tan tragón ha generado varias anécdotas, algunas inventadas pero la mayoría ciertas.
Muchas páginas llenaríamos con cuentos, anécdotas y detalles de tantos personajes que hay en mi pueblo. Me parece que si Gabriel García Márquez se hubiera inspirado en Dzilam González en vez de Macondo, su libro se hubiera llamado “200 años de soledad”, mínimo.

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