Mario Barghomz
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Desde su nomadismo el hombre necesitó moverse. Y al volverse sedentario, ahí donde por primera vez se quedó a vivir por generaciones, a lo que siempre llamó su tierra (sus raíces), le dio la identidad que luego también lo hizo conocido en su relación con los otros.
Y nadie es de ninguna parte (como dice un clásico de los Beatles), todos somos de algún lado. Y durante mucho tiempo, la tierra a la que se pertenecía era el mismo apellido (o gentilicio) con el que se presentaban o se recordaba a las personas. Tales de Mileto, Aristóteles de Estagira, Safo de Lesbos, Jesús de Nazaret, don Quijote de la Mancha, Isabel de Inglaterra (o la de Castilla); son sólo algunos ejemplos de cómo un territorio le daba identidad sobre todo a los personajes.
Aún hoy seguimos usando la pregunta ¿de dónde eres? o ¿de dónde vienes? Para identificar a alguien. Tanto los griegos como los romanos solían llamar bárbaros a los que no pertenecían a su tierra. Todo lugar de origen solía dar crédito o restarle honor y dignidad a un individuo. Había pueblos que no eran precisamente honorables o merecedores de ser dignos. Samaria, por ejemplo, era un pueblo despreciado por los judíos en tiempos de Cristo, los llamaban mestizos y paganos.
Aquí en México, luego de nuestra revolución (1910-1920), como 30 años después en la postguerra, allá por los años 50 del siglo pasado; la pobreza y la desigualdad hicieron que muchos pueblos nativos emigraran a los Estados Unidos. Allá y acá se les llamó inmigrantes o emigrantes (los que entraban o salían). Coloquialmente se les conocía como “braceros” o “mojados”. Pero lo cierto era que el verdadero adjetivo era: “desarraigados”, los “sin tierra”. Mi padre fue uno de ellos; mexicano-norteamericano. Pero no era de ninguna parte (como dice la canción de los Beatles); aquí se llamaba como le habían puesto mis abuelos y estaba asentado en su acta de nacimiento. Pero allá era otro, tenía otro nombre; eso decía su pasaporte.
Las conquistas, las guerras y los imperios dominantes decidían todavía hasta mediados del siglo XX, quién se iba de un lugar y quién se quedaba. Así pasó en todo el mundo a través de nuestra historia humana; una historia llena de contrastes, de esclavitud y servidumbre, miseria y tiranía, de diferencia de raza (negra, blanca, amarilla…) y de clase que al parecer hoy es lo que mejor define el fenómeno de la gentrificación en el mundo.
El término gentrificación se deriva de “gentry”, sustantivo inglés que hace referencia al sustrato de la “alta burguesía”, al “pequeño aristócrata” y la “gente bien”. Sin embargo; hoy el término suele aplicarse al poder económico de una clase sobre otra. Sobre todo, cuando la más acaudalada desplaza de su lugar de origen a la otra; a eso llamamos hoy gentrificación.
Actualmente los “gentry” se están posicionando de los lugares (colonias, casas, centros urbanos) que antes ocupaban los lugareños, rediseñando, remodelando y reurbanizando lo que también envejeció con el tiempo, haciendo obsoleta su permanencia para el desarrollo mismo de la comunidad que se niega muchas veces, y por muchos motivos, a crecer o desplazarse.
Lugares como Italia y España (concretamente Barcelona) están padeciendo este fenómeno que, por un lado, atrae y mantiene al gran turismo, pero por otro, permite que el movimiento haga resentir y emigrar a los lugareños que se quedan sin trabajo y la posibilidad de pagar los altos costos de alquileres de inmuebles o el simple precio de insumos o servicios imposibles de costear en su condición.
En la ciudad de Mérida, concretamente hacia el norte y centro de la ciudad; comenzamos a ver como extranjeros (gentry) de diversas partes del mundo y una nueva clase económica de nuestro propio país; han empezado a posicionarse de lugares y zonas antes inhóspitas (“montes” o páramos) o en manos, como en el caso del Centro Histórico, de quienes por mucho tiempo (50 años) sólo dejaron que los edificios envejecieran o se derrumbaran y los negocios (tiendas, cafeterías, hoteles, mercados, restaurantes) dejaran también de ser atractivos, útiles y redituables.