Salvador Castell-González
En tiempos donde la desinformación compite con la verdad científica, y las decisiones políticas se ven contaminadas por intereses económicos o ideológicos, es urgente recordar que la investigación rigurosa no solo revela problemas: también ofrece caminos para solucionarlos. La historia de la capa de ozono es prueba viva de que cuando la ciencia se convierte en política pública, el planeta puede sanar.
En los años setenta, los científicos Mario Molina y Sherwood Rowland descubrieron que los clorofluorocarbonos (CFC), presentes en aerosoles y refrigerantes, liberaban cloro en la estratósfera, destruyendo el ozono que nos protege de la radiación ultravioleta. A pesar del escepticismo industrial, la evidencia se acumuló con fuerza. Pero lo que marcó la diferencia no fue solo la investigación, sino su traducción en acción colectiva.
La ciencia salió del laboratorio, se comunicó con claridad, se presentó ante legisladores, se convirtió en causa ciudadana. El resultado fue el Protocolo de Montreal de 1987, un acuerdo internacional que reguló y luego prohibió los CFC. Hoy, gracias a esa decisión basada en evidencia, la capa de ozono se está recuperando. Se estima que para 2030 se habrán evitado más de dos millones de casos de cáncer de piel por año, y que el planeta ha evitado un aumento de 0.5 °C en su temperatura media.
La presión pública fue decisiva. Campañas informativas, protestas y acciones locales lograron que el tema trascendiera los círculos científicos. La ciudadanía organizada demostró que la ciencia necesita aliados sociales para convertirse en política. Este caso no es solo un triunfo ambiental, es una lección urgente porque hoy enfrentamos desafíos aún más complejos: el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, la contaminación plástica. Y en cada uno, la ciencia ya ha hablado. Lo que falta es voluntad política, comunicación efectiva y una ciudadanía que exija decisiones basadas en evidencia.
Las políticas públicas basadas en evidencia (PPbE) no son un lujo académico, son una necesidad ética. Implican usar datos sólidos, no intuiciones para decidir el rumbo de nuestras sociedades. Negar o postergar la acción científica tiene costos humanos, ecológicos y económicos que ya no podemos permitirnos.
La recuperación de la capa de ozono no es solo un logro técnico. Es un claro ejemplo de que la regeneración planetaria es posible, de que la humanidad puede corregir el rumbo cuando escucha, coopera y actúa con visión de futuro.
La historia del ozono nos recuerda que la inacción cuesta más que la prevención. Que la ciencia, cuando se escucha, puede ser brújula moral y estratégica. Y que el futuro de nuestro planeta depende de nuestra capacidad de convertir conocimiento en acción.




