Mario Barghomz
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Con el tiempo uno va entendiendo que el valor de la vida radica en las cosas más simples; en el acto de respirar, de hablar, de oír, de sentir o de mirar, en los latidos naturales de nuestro corazón, el proceso y bienestar de nuestra digestión, y en cada acto inconsciente que repetimos a diario sin darle una importancia mayor, pero sabemos que podemos hacer.
Cada uno de nuestros razonamientos, cuando expresamos sentimientos o ideas que nos permiten actuar; forman cada día un patrón natural de supervivencia en el devenir de nuestra vida. En este sentido; no es lo extraordinario lo que nos permite estar bien o mejor (aunque a veces un poco de euforia y adrenalina no están mal), que nos ocurran cosas fuera de lo normal o que nos expongamos a situaciones ajenas al canon propio de nuestro bienestar.
Una enfermedad puede ser el mejor ejemplo de algo extraordinario, fuera del bienestar y la salud que deseamos; algo con lo que tendríamos que lidiar o tolerar. Estar cerca de la muerte no es algo simple sino inesperado, algo que invariablemente alterará nuestra vida.
El simple placer de comer puede volverse vital cuando nuestro cuerpo no admite más que suero o líquido, o cuando nuestros pulmones y corazón se niegan a cumplir su función sin estar conectados a un ventilador mecánico. Alguien que ya no camina, por algún accidente o parálisis; extrañará ese simple placer de hacerlo por el resto de su vida. Y puede tener la mejor camioneta equipada de última generación para moverse o una super silla de ruedas para desplazarse. Pero no hay nada (ni más ideal ni placentero) como la funcionalidad de nuestros dos pies para movernos.
Por qué entonces el valor de la vida parece estar siempre más allá de lo que tenemos, en aquello que se busca por años a costa muchas veces de la salud y el sacrificio. Y si bien podemos obtener el éxito buscado o los deseos cumplidos; el costo no siempre es lo que esperábamos. El valor muchas veces excede lo que estábamos dispuestos a pagar por ello.
La ambición y el deseo pueden muchas veces ser una mera quimera, o la obsesión de aquello que nos hará sufrir luego. Como en el mito de Midas, el rey frigio a quien el dios Dionisos le concedió el deseo de pedir lo que quisiera. Midas, ambicioso, le pidió que todo aquello que tocara se convirtiera en oro. Al principio Midas se sintió el hombre más feliz y rico del planeta, pero a la hora de comer cuando tuvo hambre, no pudo hacerlo porque todo alimento que tocaba se convertía en oro. Consternada, su hija quiso abrazarlo, pero al ser tocada por los brazos de su padre, ésta quedó también convertida en una estatua dorada.
Desdichado y arrepentido; Midas le imploró a Dionisos que perdonara la estupidez de aquel deseo; ninguna riqueza puede ser mejor que el simple abrazo de un hijo o la naturaleza propia de poder alimentarse.
Hoy este mito lo usamos como una metáfora para juzgar los anhelos de todos aquellos que desean lo mismo que Midas, sin adivinar el futuro de una vida vacía y equivocada, quizá llena de abundancia y la apariencia de un éxito fortuito que se anuncia, se premia y presume, pero en el limbo de una existencia llana más cercana a la desgracia que al gusto y la satisfacción simples por el valor mismo de la vida: mirar, comer, sentir, oír …
Pero quizá sea la edad y su propia circunstancia, o una inteligencia más sabia; lo único que irónicamente nos permita entender el valor del que hablo.




