Jhonny Eyder Euán
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Por la pandemia no había abordado un transporte público desde hace más de dos años. Pero la racha se rompió ayer, cuando me animé a ir al almuerzo de un viejo amigo de la prepa. Sentado en la unidad conocida como combi recordé que como pasajeros todos siempre nos vemos las caras, pero no nos hablamos ni para preguntar la hora.
Justo a las dos llegué a la esquina donde pasan los camiones, pero ninguno me hizo parada. Esperé como quince minutos hasta que se asomó una semivacía combi con ventanas polarizadas y adornos guadalupanos. No me gustan las combis por compactas, sin embargo, se me hacía tarde y mejor aproveché para subirme cuando una señora llegó corriendo a la esquina, y hasta me empujó con tal de ser vista por el conductor del vehículo.
En la combi sonaban a todo volumen las canciones de Bad Bunny, aunque la música del puertorriqueño no era suficiente para disimular lo escandaloso del motor, ni la propia voz del chofer de la unidad que se comunicaba por radio con sus colegas, al mismo tiempo que cortejaba a la guapa morena que tenía como copiloto.
Tomé asiento frente a la puerta del transporte y deseé llegar lo más pronto al almuerzo. Era de esperarse que no llegaría en minutos, pero tampoco me imaginé que sería el viaje más largo de mi vida.
La combi no tardó en llenarse de gente, entonces Bad Bunny tenía más oyentes, atentos e indiferentes oyentes que no buscaban donde poner los ojos. A dónde ver si no al frente, donde un tipo con el cabello maltrecho no podía aguantar sus ojos dormilones. A la derecha una niña que subía las piernas al asiento y jugaba con su teléfono. A la izquierda un abuelo que comía un chicharrón con salsa picante. A mi lado una mujer robusta que me aplastaba cada que el chofer cruzaba los topes sin precaución.
Las ventanas de las combis suelen ser pequeñas, y aunque estaban abiertas, el aire no cruzó lo suficiente para moverme el cabello empapado de sudor. Lo peor ocurrió después cuando el conductor estrelló la unidad contra un carro de perros calientes.
Era inevitable que el tipo no chocase si manejaba a toda velocidad sin preocuparse de sus encajonados pasajeros. Estaba más ocupado en atender una repentina llamada telefónica. Resulta que el tipo vendía perros de raza y estaba a punto de cerrar la venta de dos cachorros American bully.
Todos escuchamos como decía que los cachorritos eran una joya y que los vendía a un precio inigualable en toda la ciudad. Alababa con enjundia a los caninos cuando sobrevino en encontronazo que nos hizo retorcernos de dolor.
Golpes en la cabeza, raspones en los brazos y hasta un poco de la salsa del chicharrón del abuelo en mi arrugada y rota camisa azul cielo. Nunca llegué al almuerzo; mi tarde acabó en el hospital ambulante que se montó en la calle, donde policías auxiliaban el tránsito de autos y curiosos aprovecharon para tomarle fotos al abollado carrito de comida rápida y a la nariz destrozada de la combi.