Entre la obligación y el poder

Por: Alonso Millet Ponce

Me pesan los ojos y no sé de qué escribir. Entro a internet, escucho la radio y salgo a caminar para observar y reflexionar sobre algo que aún desconozco. Nada. Mi frustración, ocasionada por tener la mente en blanco frente a una hoja del mismo color, se intensifica y genera una angustia insaciable. ¿Cómo podía ser que, habiendo tanto por debatir y reflexionar, no tuviera ni la menor idea acerca de qué escribir?

Cansado y consumido por el estrés, tomo Doce cuentos peregrinos, de Gabriel García Márquez, y empiezo a leer, intentando despejar la mente. En ese momento encuentro una pequeña reflexión del escritor colombiano que llama mi atención: “La escritura se me hizo entonces tan fluida que a ratos me sentía escribiendo por el puro placer de narrar, que es quizás el estado humano que más se parece a la levitación”.

Cierro el libro y me quedo pensando. Una sola palabra empieza a trazarse una y otra vez dentro de mi cabeza: narrar.

Acostado en mi cama, empiezan a surgir recuerdos que me llevan años atrás, cuando era un chamaquito curioso y fiel admirador de las historias de mamá y papá (“choco-aventuras” les llamaban). Me acuerdo en especial de una: la de mi abuelo materno, un ser humano con una historia fascinante repleta de comedia, drama, amor y un sinfín de personajes. Lo curioso, pienso, es que tenga poco más de dos recuerdos con él. Entonces me doy cuenta de la importancia de aquella palabra que poco antes había revoloteado en mis pensamientos.

La acción de narrar va más allá de contar una historia: es conectarnos con ella. Desde la prehistoria, el ser humano ha buscado la forma de conectarse con su pasado y aprender de él. Las hogueras se convertían en bibliotecas orales donde los ancianos enseñaban mediante el conocimiento empírico, el cual en sendas ocasiones tomaba forma de mito, leyenda o simplemente de una anécdota. 

Con el pasar de los años esas narraciones quedaron plasmadas gracias a la escritura, creando una historia que perdura hasta el día de hoy. Es esto lo que solidifica aquel “puro placer” que señala García Márquez; un placer que todos tenemos para explotar, pero que pocos llevan a cabo. ¿A qué se debe esto?

Muchas personas no tienen el hábito de leer y escribir por gusto, sino más bien lo hacen por una necesidad o porque las circunstancias así lo han dictado (por ejemplo, en el ámbito laboral y escolar). Es ahí donde el acto de narrar pierde poder, convirtiendo el placer en un deber cotidiano.

Narrar y escribir no son lo mismo, a pesar de ser actos fuertemente ligados entre sí. Son estas acciones muchas veces confundidas y amadas u odiadas como si fuesen sinónimos. Narrar es contar una historia, sin importar las vías que se empleen para ello; mientras que escribir se refiere a la representación de ideas trazadas en papel u otra superficie. Por tanto, no toda narración debe ser escrita y no toda escritura debe ser una narración.

Al inicio del texto conté mi desesperación por no saber acerca de qué escribir, una sensación que sólo se explica con una pregunta: ¿realmente quería escribir, o más bien era una obligación?

 

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