Mario Barghomz
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La antigua civilización griega de donde procede nuestra cultura occidental, no tenía un término para nombrar la felicidad. En su lugar usaban la palabra “afortunado” (eudaimonía) para referirse a la buena vida o bienestar de una persona.
Fue Hesíodo (s. VII a.C.), el poeta épico, en su obra “Los trabajos y los días” quien se refiere a estar bien utilizando el término “afortunado” para referirse a los que han aprendido a tener “buena fortuna” con la vida, siendo prudentes con sus bienes y sensatos con su manera de actuar.
Pero naturalmente hablamos de una época todavía muy lejana a la sabiduría filosófica que comenzó a tener presencia en Mileto alrededor del siglo VI antes de Cristo, cien años después de Hesíodo y doscientos antes de Homero.
Va a ser Aristóteles en el siglo IV a.C., quién retomando la idea de Hesíodo sobre la eudaimonía, escriba en su “Ética” que toda felicidad se deberá al justo equilibrio con que se viva. No serán en este sentido -dice Aristóteles- los más ricos ni los más pobres los que sean más felices, sino aquellos que se mantengan en el estrato medio, así como en cuanto a sus bienes, como en todo aquello que, conservando su equilibrio, persiguen el fin último de la felicidad. Porque tener en exceso daña el alma, así como tener muy poco o no tener nada.
Por su parte tanto Sócrates como Platón se habían referido a este asunto del bienestar humano, a que es la sabiduría y la virtud las que hacen posible el bienestar de la felicidad. De tal manera que son aquellos más sabios para vivir los más felices.
Pero en el siglo IV y III a.C., ya en pleno helenismo griego luego de la muerte de Alejandro Magno, surge en Grecia (particularmente en Atenas) otro movimiento filosófico que revolucionará también y hasta nuestros días, la idea occidental sobre la felicidad. Hablamos de Epicuro (341 – 270 a.C.) que creó una nueva manera de hacer filosofía. La conocemos popularmente como la filosofía de “El jardín de Epicuro” o Epicureísmo.
Su tarea y su método van a ser distintos a los de Aristóteles que fundó el Liceo, y Platón que creó la Academia. Su pedagogía se centra particularmente en la comunidad, en su reunión social en “el jardín” donde todo debe ser compartido, donde estatus, oficio, profesión o rango social quedan al servicio de los demás.
En el aspecto particular (que es lo que me interesa aquí) Epicuro piensa que toda felicidad humana es propia al placer y ajena al dolor, sobre todo al del alma. El placer (gozo) para Epicuro es lo que hace evidente que una persona sea feliz. Así que ser afortunado como dice Hesíodo o mantenerse en medio como escribe Aristóteles, o ser sabio y no ignorante en los asuntos de la vida como escribió Platón en sus “Diálogos”; podrá ser parte de todas y cada una de nuestras razones para ser felices. Pero será finalmente nuestro placer por vivir lo que determine nuestra verdadera felicidad.
Aunque también hay que entender el placer al que se refiere Epicuro, lejos de la ilusión y la falacia hedonista contemporáneas, sólo aparentes y patológicas. Ninguna felicidad -dice- se encontrará en el exceso, en la dependencia o la adicción que simplemente nos perturbarán. ¡Ni más comida, ni más fiesta, ni más tabaco, ni más juego, droga o estimulantes, ni más viajes, ni más sexo, ni más alcohol harán de nuestra vida algo mejor!
Para Epicuro la buena vida depende de la sencillez y la frugalidad, del placer de lo elemental, de entender el mundo como es y no con la preocupación constante de que algo pasará o debe andar mal, de saber aprovechar el día, el “aquí y ahora”.
Es la serenidad para Epicuro, la base de toda felicidad; el que nada nos perturbe (ataraxia), la ausencia de dolor (en el cuerpo y en el alma) y el gusto por los placeres simples y no caros y excesivos de la vida.