SOFÍA MORÁN
La primera vez que escuché el término “incidencia política” fue en un taller sobre el proceso legislativo. Confieso que me sonó a lenguaje técnico, a algo lejano que solo ocurría en los pasillos del congreso. Hoy, tras meses de formación con organizaciones como Life of Pachamama y otros procesos formativos, comprendo lo equivocada que estaba. La incidencia política no es un privilegio de unos cuantos: es el arte de transformar el descontento en propuestas y la indignación en acción organizada. Es el ejercicio democrático donde la ciudadanía organizada (desde colectivos estudiantiles hasta defensores del territorio) influye en políticas públicas mediante la persuasión y presión social. Pero, ¿cómo viven las juventudes este concepto?
Durante el proceso formativo en diplomacia climática organizado por Life of Pachamama nos preguntaron: “¿Para ti qué significa incidir políticamente?”. Las respuestas, tan diversas como los territorios que representan, revelaron un común denominador: la incidencia es poder colectivo en movimiento. Para Daniela, afrocolombiana del Caribe, es “hacer bulla que incomode”; para Luis, comunicador indígena, es “poner la palabra correcta frente a quienes deciden”; y para Mariana, activista digital, es “disputar el sentido común de lo que llamamos ‘desarrollo’”. Todas estas definiciones convergen en un punto: ya no esperamos ser invitados a la mesa de decisiones. Estamos construyendo nuestra propia mesa.
Los documentos que he estudiado (desde el análisis de políticas públicas hasta la diferencia entre lo público y lo gubernamental) confirman algo crucial: las juventudes estamos aplicando una incidencia interseccional. No solo exigimos leyes; transformamos su diseño mismo. Este salto de la denuncia a la propuesta es la esencia de lo aprendido: las políticas públicas tienen momentos clave (diseño, implementación, evaluación) y nosotros debemos estar en todos.
El reto ahora es sistematizar este conocimiento. Hoy necesitamos una gobernanza donde las voces juveniles no sean tokenizadas sino protagónicas. Por eso el campamento de juventudes interseccionales organizado por The Hunger Project (del que hablé la semana pasada) incluyó un taller completo sobre “Espacio cívico e incidencia”: para dejar claro que sin entender el lenguaje del poder, no podemos reescribirlo.
La incidencia es un ejercicio de empoderamiento. Pero las juventudes añadimos un matiz: es también un acto de amor territorial. Cuando Kevin dice “incidir para existir” o cuando Valeria habla de “conectar desde la empatía”, están recordándonos que tras cada política hay rostros, ríos, semillas. Hoy, mientras el mundo debate si las juventudes somos “el futuro”, nosotros ya estamos haciendo historia: con propuestas legislativas, con radios comunitarias, con asambleas bajo la ceiba. La invitación es clara: #IncidirNoEsPedirPermiso.