Por Gerardo Novelo González*
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* Estudiante de Comunicación. Pasa demasiado tiempo pensando en cocos y golondrinas.
No es particularmente difícil encontrar con una película sin antagonista. La ausencia del oponente es común en géneros tales como el romance o el coming of age. Es menos común, hasta paradójico, que suceda en el cine de guerra. Hacerlo es lo que hace de Dunkirk una película tan efectiva.
Así como en Interstellar, la película previa del director Christopher Nolan, el eje central de Dunkirk es uno universal: la necesidad humana por sobrevivir y la entrega para que el otro sobreviva. No es una pelea entre buenos y malos. No es una guerra entre aliados y alemanes. Es una lucha por permanecer de pie frente a certera muerte.
Dunkirk sigue en tierra, mar y aire los esfuerzos de un grupo de soldados por escapar de la playa en la que están varados, de los voluntarios que posibilitan el escape y de los pilotos que, como ángeles de la guarda, protegen la operación.
La tripartita y entrelazada narrativa responde a la necesidad de contar una historia humana pero holística. La cámara nunca suelta la perspectiva de los personajes: lo que vemos es solo lo que ellos ven. Darle protagonismo a uno de los tres grupo sería omitir aspectos importantes de la historia o, alternativamente, dotar de carácter omnisciente a la cámara (y en consecuencia deshumanizar los sucesos). La cinta no lograría su objetivo si una u otra pasara.
Nolan quiere insertar a su audiencia en las playas de Dunkerque. Utiliza su usual repertorio de ya afinados recursos para hacerlo: una cámara en mano, una frenética edición y un sumamente agobiante score de Hans Zimmer que entremezcla con sonidos bélicos. En vez de hacernos simpatizar con los personajes con flashbacks o haciéndolos hablar de la vida a la que regresarán después de la guerra, el director nos muestra a sus sujetos como son ahora: asustados, angustiosos y decididos. Nos hace simpatizar no dándole a sus personajes características que compartimos fácilmente (como una familia o un romance que los espera), sino obligándonos a compartir sus emociones – ¿cómo no hacerlo con la ansiedad que el filme causa? Los personajes no se adaptan a lo que la audiencia ya es, sino que la audiencia se transforma para encajar en los personajes.
La ausencia de un oponente claro no significa la ausencia de conflicto o de tensión. En cambio, Dunkirk son 107 minutos de tensión sostenida. Una tensión que se rompería si Nolan tuviese la misericordia (o ingenuidad) de cortar momentáneamente la perspectiva de los soldados, voluntarios y pilotos.
El cineasta nos habla a través de lo que escoge mostrar y lo que no. Nunca vemos generales bien vestidos discutiendo planes de guerra desde la comodidad de sus escritorios. Nunca vemos tropas alemanas avanzando. Nunca nos muestra cara a cara al enemigo.
¿Qué antagonistas tenemos? Lo más cercano que vemos a la amenaza alemana son avionetas de ataque, dentro de cuyas cabina nunca acechamos. Más que enemigos, la cinta los trata como desastres naturales, actuando sin inteligencia o diseño. En los últimos momentos de la película vemos un grupo de soldados alemanes, fuera de foco y obscurecidos, capturando a uno de los protagonistas como si una ola se lo tragara. La guerra no es el otro contra el que pelean, es el caos sinsentido del que sobreviven.
Dunkirk no es una película de buenos y malos. No es una celebración de violencia gratuita ni una glorificación del conflicto armado. Ni siquiera es, como aparentaría, una romántica exaltación de la valentía de los héroes de guerra. Es, en cambio, una película sobre humanidad, fraternidad y el imparable impulso por sobrevivir de millones de vidas humanas.