Por Alejandro Fitzmaurice
Tendría que ser muy hipócrita para decir que no he vivido la gran vida con el capitalismo.
Reconozco, sin vergüenza —porque tuve y tengo un papá y una mamá que se rajaron el lomo de sol a sol— que vivir en una sociedad en la cual se pueden comprar bienes y servicios por dinero, es fantástico: tuve juguetes, cursé estudios en escuelas privadas, jamás me faltó la comida. ¿Puedo pedir más?
A pesar de esto, hay dos poderosas razones que me han obligado en últimas fechas ha repensar la pertinencia del actual sistema económico en el que vivimos tan felices y rampantes.
En primera instancia, queda claro que el neoliberalismo, modelo capitalista del cual tanto ha hablado el presidente López Obrador, y que comenzara a aplicarse en México desde 1982 con el presidente Miguel de la Madrid, ha generado una enorme cantidad de miseria.
No soy economista. No puedo hablar sobre previsiones financieras o producto interno bruto. Sólo afirmo lo que se siente en la calle: que se trabaja más y se vive peor, que los salarios no alcanzan y que la clases populares se ensanchan, mientras los ricos se hacen de más dinero.
Ocurre aquí, allá y en todas partes. ¿O es que señales, como la migración centroamericana que hoy México contiene, no implican nada?
Está bien, imaginemos que todo se resolverá con el Presidente repartiendo dinero (no lo creo). ¿Qué decimos entonces del medioambiente, de los recursos en el planeta, del poco tiempo que nos queda para revertir las cosas?
¿También vamos a ponernos ‘trumpistas’ para descalificar otra vez lo evidente? ¿Y los hallazgos científicos? El sargazo, el derretimiento de los polos, el calor excesivo. La tierra está hablando y es urgente prestar atención a las dolorosas sílabas que pronuncia.
Admito que no tengo claro el camino y que tampoco propugno por un gobierno totalitario o comunista que imponga cambios.
Evidentemente, antes de que se me acuse de rojo, el problema no es trabajar para buscar el sustento.
Nadie es culpable por buscar recursos para mantenerse a sí mismo y a su familia, pero hay que ser muy ciegos para no ver y entender que la codicia echó raíces profundas en lo más hondo de nuestra humanidad.
No habrá invento ni avance científico que nos salve del egoísmo de encerrarnos en nosotros mismos.
Podemos fingir que el apocalipsis no está allí. Basta cerrar los ojos y llevar las manos a los oídos para no escuchar.
Incluso podemos seguir haciéndolo cuando el gigante ese ya nos tenga entre sus dedos y nos apretuje con su fuerza rumbo a sus fauces.
Sólo entonces entenderemos cuánta falta hace el aire limpio, el agua clara, la tierra húmeda.
¿Hay soluciones? Sí, pero implican cambios, mudar de hábitos, sacrificios.
No sería la primera vez. Si no, habría que recordar las clases de historia e imaginar a los seres humanos de la etapa glacial para comprender que sobrevivir nunca ha sido fácil, pero que esta vez es a nosotros, y no a la naturaleza, a quien debemos domar.