Así llama el doctor Mauricio Merino –investigador del CIDE y exconsejero del desaparecido IFE– a la camada de políticos que no estuvieron en las trincheras de la lucha por la democratización del país, pero que heredaron las ventajas del sistema de partidos que se construyó sobre el viejo régimen autoritario.
Y tiene razón.
Como juniors, esos políticos no saben lo que costó dar ese paso. Y ahora dilapidan esa herencia sin dejar nada bueno a su paso y sin pensar un instante en la generación de mexicanos que viene detrás.
“Ninguno ha sido capaz de aportar una sola idea para dignificar la política, más allá de ponerse a sí mismos como los salvadores definitivos de la nación”, escribió Merino en un artículo esta semana.
El miércoles conversé en la radio con él sobre el patético espectáculo de las campañas electorales que culminarán con las elecciones del 5 de junio.
Las promesas vacías, divulgadas mil veces en spots y los intercambios de porquería que han protagonizado los candidatos me han dejado pesimista sobre el curso de la democracia mexicana, a la cual, como dice Merino, la sociedad va abandonando masivamente.
“La idea de la democracia como pluralidad y construcción colectiva está rota”, afirma.
Y cómo no: quienes hoy la usan con el exclusivo propósito de enriquecerse a sí mismos y a su banda tienen tal ansia de acceder a los cargos para los que están postulados –de ese tamaño son los intereses en juego– que no dudan en ensuciar el escenario por el que después tendrán que pasar otros.
En esta temporada electoral, como en ninguna otra, hemos visto volar todo tipo de acusaciones: narcotraficante, pederasta, corrupto, ladrón, infiel… El terreno ha quedado sembrado de basura.
¿Quién, que no sea un santo o un cínico, va a querer competir electoralmente en el futuro?
El modelo de campaña que se ha impuesto es denigrar al rival hasta la ignominia. Escarbar en su historia en busca de hechos y dichos que puedan ser usados para avergonzarlo, horrorizar a los votantes y, en última instancia, derrotarlo.
Olvidémonos de los intercambios de ideas y de los grandes debates que nos condujeron como país a la transición democrática. Esos ya no existen y se han ido muriendo con quienes la guiaron, gente como Heberto Castillo y Luis H. Álvarez.
Ahora nos quedamos con estos juniors, más interesados en sus viajes, sus casas, sus coches, sus comidas en grandes restaurantes y sus guaruras.
La falta de decoro que estamos viendo en las campañas es un desaliento para quienes creemos en la fuerza transformadora de la democracia.
Lo es también que pululen por los pasillos del Congreso de la Unión personajes que ofrecen a los legisladores –a un costo, por supuesto– historias negras de sus potenciales rivales en elecciones futuras.
Esos inspiradores y operadores de campañas negras saben que en la Cámara de Diputados y en el Senado habitan los junkies que les comprarán su droga, porque a muchos diputados y senadores lo único que les importa es qué harán cuando se acabe la Legislatura. Como en el juego de las sillas, quieren estar sentados cuando la música deje de tocar.
Las campañas negras son una muestra más de lo inútiles que han sido las últimas reformas electorales, diseñadas, supuestamente, para controlarlo todo y evitar la competencia desleal en las urnas.
Teóricamente, el tipo de ataques que hemos visto recientemente en la lucha por las gubernaturas y otros cargos está prohibido por la ley. Pero no obsta para que se produzcan a la vista de todos.
Así que a quienes piensan que la guerra sucia electoral se puede evitar con una nueva reforma legal les digo que esperen sentados. Ojalá me equivoque.
Lo que ha provocado estos pleitos de pandilleros, como los califica Merino, son las enormes ganancias que generan los cargos públicos.
Ninguna reforma legal devolverá la honorabilidad al servicio público. Los juniors de la transición no se van a corregir solos porque, en su ambición, ni siquiera son conscientes del daño que están haciendo al oficio de la política.
Aquí lo único que puede marcar diferencia es una intervención ciudadana en el escenario, tan intensa o más como la que produjo el fin del régimen de partido de Estado hace casi dos décadas.