Enrique Vera
La cultura de la cancelación se define como la retirada del apoyo social, digital y hasta financiero hacia una persona o empresa al realizar una conducta reprobable o inadmisible. Es un neologismo que comenzó a ganar notoriedad en la segunda década del siglo XXI, pero que a la fecha ha generado una multitud de discusiones en redes sociales, sobre todo cuando se trata de figuras públicas.
Pero vayamos más despacio. ¿No parece, por lo menos, sospechoso, que aquellas figuras públicas que se dicen canceladas cuentan con gran cantidad de micrófonos para decir que son canceladas?
No. La cultura de la cancelación no existe; es simplemente la reacción – casi siempre de señores mayores blancos y heterosexuales- de los que toda la vida se dedicaron a sojuzgar a los demás y que ahora se ven atrapados por los cuestionamientos de una generación que ha señalado lo mal que huelen nuestras sociedades a machismo, racismo y clasismo. Y claro, ¿Cuál es la mejor forma de huir de la situación? Hacerse la víctima.
La cultura de la cancelación no es más que una reclamación de poder, el “derecho legítimo” de pasar encima de los demás que supuestamente te otorga tener un status mayor. Lo más gracioso del asunto es que aquellos que se dicen “cancelados” siguen contando toda clase de altavoces: programas de televisión, podcasts, columnas de periódico, cuentas de Twitter con muchos seguidores, para seguir diciendo barbaridades un día sí y el otro también.
No obstante, el fenómeno de la pseudocultura de la cancelación no niega tres problemas conjugados de nuestras sociedades contemporáneas en la esfera de lo público.
En primer lugar se encuentra lo que Pascal Brugner detalló en su ensayo La tentación de la inocencia: la infantilización de una sociedad llena de individuos que rehúyen del conflicto, de la responsabilidad de implicarse y prefieren victimarse para no hacerse cargo de sus miserias, creando una suerte de aristocracia moral que los legitima para realizar toda clase de atropellos.
Por otro lado, la esfera de lo público se ha traslado masivamente las redes sociales y, uno de los asegunes que tienen las plataformas digitales –privadas y sin ningún control democrático- es que no fomentan el diálogo y la construcción de pensamiento, sino en escarbar en lo peor de la condición humana: la ira, el escarnio, la agresión, la descalificación, el morbo, ya que generan muchísimos más likes.
Y por último, era mentira que la verdad por sí sola nos hará libres. La sobresaturación de la información que nos ofrece millones de portales y cuentas de noticias en redes sociales que no buscan la máxima premisa del periodismo: la verdad. Grandes emporios mediáticos que no buscan cumplir con el código deontológico de la profesión, sino manipular la opinión pública a conveniencia. Vivimos en tiempos donde el titular de una noticia diría: “El rabino del guetto de Varsovia afirma que los nazis están asesinando judíos… los nazis lo niegan”. ¿Dónde queda la constatación de la realidad?
La corrección política es la manera en que el sentido común, la ética de una sociedad avanza, aquello que antes era impensable y que ahora puede ser un derecho, no para que un par despistados racistas, clasistas y machistas sientan coartada su “libertad de expresión” para seguir siendo unos impresentables.
¿Que en nombre de esa corrección política se cometen excesos? Pues, así en nombre del amor, del libre mercado, del socialismo y… hasta en nombre de Dios.