La cultura de la cancelación

Carlos Hornelas
carlos.hornelas@gmail.com

Maureen Lipman, comediante británica, ha expresado su temor porque la llamada “cultura de cancelación” termine con la forma de hacer humor en la actualidad, al menos en su país.

Desde hace algunos años, en las redes sociales virtuales, algunos usuarios preocupados por el buen gusto, las buenas costumbres y la moral, han iniciado una cruzada en contra de quienes, al expresarse, puedan ofender a terceros con sus opiniones o comentarios y para los cuales promueven su exclusión del universo mediático, llamando a no leer, escuchar, ver o consumir su contenido, o a tratar de evitar a toda costa que continúen con sus publicaciones “nefastas”.

Esta nueva inquisición de los contenidos de internet pretende cancelar todo cuanto estima pernicioso u ofensivo en alguna forma en contra de terceros. A partir de que seleccionan un blanco específico, promueven el rechazo social hacia los autores de publicaciones y los boicotean profesionalmente.

Este moderno tribunal no admite pruebas en descargo de nadie y sus sentencias son inatacables, al grado de haber acabado con carreras de actores, actrices y músicos, entre otras celebridades.

El humor, que en muchos casos recurre a la ridiculización de personas, temas, situaciones o cuanto cae en sus manos, es una forma de lidiar con ciertos temas que, por ejemplo, nos ayudan a sobrellevar algunas desgracias o funcionan como válvula de escape.

Recuerdo algunos programas de Héctor Suárez, por ejemplo, en el que el abuso de los personajes y lo indignante de sus conductas nos llamaban a la risa y luego a la reflexión.

Los mexicanos nos reímos de la muerte y desde el nacimiento de la imprenta los caricaturistas y los géneros burlescos retratan los excesos del poder como si se tratara de fábulas que nos divierten, pero que también nos llaman la atención sobre aspectos que de otra manera no podrían resultar tan pedagógicamente compartidos.

¿Cuál es el límite para el humor?, ¿puede uno hacer chistes sobre las minorías, los discapacitados, ciertos cultos o religiones, razas, mujeres, funcionarios, hombres, transexuales?, ¿debe uno hacerlo?, ¿es apropiado?

La moderna cultura de la cancelación ya ha respondido todas estas cuestiones y ha resuelto que, ante la duda sobre publicar algo que pueda resultar ofensivo a cualquier persona y no hacerlo, es mejor esto último.

No obstante, ¿cómo puede uno saber lo que potencialmente es ofensivo para los demás? ¿es acaso suficiente el sentido común?, ¿cierta ética?

La cultura de la cancelación se arroga a sí misma la autoridad suprema de decidir qué es bueno y qué es malo porque de principio parte de la premisa de que el público no tiene ni el criterio, ni los elementos de juicio, ni la estatura moral, ni el conocimiento de saber la diferencia: su labor de pastoreo es indicarle el buen camino a las legiones de idiotas que no pueden discriminar estas situaciones por su estrechez de miras o su supina ignorancia. Ellos son moralmente superiores y por ello dirigen a los demás.

En segundo lugar, pretenden ser la voz de quienes se dicen representar y a nombre de quienes hablan, como si aquellos no tuvieran voz, medios para expresarse o carecieran del talento o conocimiento para hacerlo. Ven a sus representados como el rebaño que tienen que cuidar para que no se salgan del corral.

La libertad de expresión es la libertad del pensamiento y si hay quienes abusen de ella que sean responsables de las consecuencias de lo que publican, pero que la cultura de la cancelación no nos prive de hacer nuestros juicios por nosotros mismos. Quien requiere que le digan qué pensar no puede ser libre.