Por Mario Barghomz
Cuando hablamos de salud, nos referimos casi siempre al bienestar del cuerpo. Naturalmente, y porque en sí es una parte intrínseca de nuestra naturaleza humana, nos preocupa caer enfermos, o que aquellos a quienes amamos, se enfermen. Y todos los días y por el resto de nuestra vida, nos ocuparemos de esta tarea.
Lo que no hacemos, porque no duele igual que el cuerpo o su organismo, es cuidar del mismo modo las otras funciones de nuestra persona, que hoy sabemos son igual de determinantes que un daño físico u orgánico. Me refiero al aspecto emocional de una persona que también puede estar dañado hasta el punto de incapacitarlo.
Muchos saben que no es fácil lidiar con una neurosis o su derivación como bipolaridad, con un TAG (Trastorno de Ansiedad Generalizada), un TOC (Trastorno Obsesivo Compulsivo), con un estrés agudo o recurrente, una distimia o una depresión severa.
Y sin embargo en nuestra cultura del “no pasa nada” o “no estoy loco”, son menos los que se atienden que aquellos que creen que sin el apoyo psiquiátrico y aún en menos casos la asistencia a psicoterapia, se curarán con el tiempo. O que pueden seguir viviendo con su enfermedad emocional, lidiando con su padecimiento y las consecuencias que en el último de los casos, derivaría en un suicidio.
En nuestro país como en otros países del tercer mundo (no en Europa y Estados Unidos) las enfermedades de la mente son poco atendidas. Ni la economía ni las políticas para el caso, ni la educación de los sistemas de salud pública y privada, le dan la misma prioridad que a aquellas enfermedades propias del cuerpo y no del alma.
Pero son los padecimientos del alma (tristeza, soledad, angustia, ira, ansiedad, frustración, remordimiento, miedo, desencanto, decepción…) los que invariablemente terminan minando al cuerpo y al individuo, determinando su debilidad inmunológica y su poca calidad y expectativa de vida.
Los enfermos emocionales no vivirán mucho tiempo (eso es seguro), y si lo hacen, su calidad de vida (gozo, satisfacción, alegría, placer, felicidad) nunca será óptima (eso también es seguro).
La misma tarea y cuidado debemos tener con la salud de nuestro espíritu (la paz, la energía, la templanza y la serenidad), que forma también una parte sustancial de nuestra vida y que invariablemente confundimos con la religiosidad.
Aunque nacemos con él, el espíritu no se desarrolla sino con el tiempo, con la experiencia y la edad. Por ello es que son los mayores quienes más lo poseen porque han aprendido a valorarlo y cultivarlo. Ser espiritual o poseer la espiritualidad es una virtud, nos dirán Aristóteles y Platón.
Sin duda es el espíritu quien nos mantiene en paz y en serenidad, en plenitud y contemplación. Carecer de suficiente espíritu o no haber aprendido a cultivarlo, nos hará resentidos, desdichados y miserables con la vida. Las personas poco espirituales son personas regularmente vacías, inocuas, temerosas y perdidas.
Toda ausencia de espiritualidad siempre hará de una persona más vulnerable, más propensa a sufrir de enfermedades emocionales y por ende físicas, porque simple y sencillamente estará más expuesta a la debilidad de su sistema inmune.
En muchos sentidos nuestras funciones orgánicas y fortaleza física dependerán invariablemente de nuestro argumento celular y bioquímico, que es el que produce cada proteína molecular en todas y cada una de sus partículas para alimentar nuestras células y que son finalmente las que deciden, mantienen o cambian nuestra historia genética (ADN).
Pero desde que haya o aparezca un factor emocional (tristeza, miedo, frustración, rabia, decepción…), también, y como consecuencia, aparecerá invariablemente una enfermedad somática. Y esta historia personal, por lo que hoy sabemos, no solo es parte de nuestro devenir genético, sino del presente cotidiano de lo que hacemos o no, de lo que deseamos o preferimos para vivir bien o mal, para estar mejor o peor por debajo o por encima de nuestra circunstancia.
Enfermarse o no, física o emocionalmente, muchas veces depende de nosotros mismos; ¡está en nuestras manos! Es por ello que debemos ser cada vez más capaces, más conscientes y más inteligentes en el cuidado de nuestra vida.