La esquina de El Gallo y La Ermita, lugar con historia viva desde hace muchos años

En los años 20, la Ermita tenía a su alrededor más que polvorientas calles en las que reinaba la maleza, muy diferente al atractivo turístico de hoy en día

El lunes pasado visitamos la calle 64 A del centro de la ciudad, una zona muy apacible ubicada apenas a media cuadra de la Ermita de Santa Isabel y de la esquina de El Gallo, famosa por la tortillería que con este nombre fabrica y empaca tostadas que, por su frescura, son muy demandadas por el público.

Gracias al libro “Mérida en los años veinte”, es posible emprender un viaje a aquellos rumbos, en tiempos en los que la Ermita tenía a su alrededor más que polvorientas calles en las que reinaba la maleza, muy diferente al atractivo turístico en que en la actualidad se ha convertido.

Respecto a El Gallo, que se ubica en el cruce de las calles 66 por 81, se indica en la obra de Francisco D. Montejo Baqueiro, que desde tiempos muy remotos en este lugar funcionaba una tienda de abarrotes, que a la vez era panadería y molino para granos. Su propietario era don Timoteo Salazar, a quien se le recuerda vendiendo carne de res y cerdo en la mesa que instalaba a las puertas del establecimiento, ocupando la acera.

A dos cuadras de El Gallo, había una vecindad en la que, consigna Montejo Baqueiro, vivió el “Negro” Miguel, un personaje que dejó  huella en la sociedad yucateca a quien se le recuerda con su caja de helados sobre la cabeza y cuyo pregón fue motivo de inspiración para el músico Ernesto Mangas, quien compuso un danzón que inclusive grabó en un disco para fonógrafo y que fue un éxito artístico y comercial.

En 1901, Miguel fue afectado por la viruela negra y fue ingresado en el Hospital donde le lograron salvar la vida pero en su rostro quedaron huellas de este mal que le ocasionó deformaciones y la pérdida de un ojo.

Se dice que Miguel había llegado muy joven a estas tierras y que fue traído de La Habana, Cuba, por la viuda de un rico hacendado de Motul, y que su nombre era Miguel Valdez; esto se explica por el hecho de que había en la capital del país antillano, una casa de beneficencia Pública a cargo de Religiosas, Hermanas de la Caridad, donde se obtenían a jóvenes negros que traían a Mérida como sirvientes, siendo que a todos les ponían de apellido Valdez, en honor al más importante benefactor del lugar que así se apellidaba.

La cuestión es que aquel pregón que decía “helao, helao, helao, son de piña, coco y mantecao”,  se escuchaban y se hicieron famosos en cualquier festividad religiosa o profana, de esta manera en agosto y septiembre era Santiago su centro de actividades.

Miguel era un vendedor ambulante que con una cachucha abultada para amortiguar el peso de su venta, portaba siempre sus lentes oscuros y un cinturón en el que portaba su monedero o cartera, que en un principio, antes de los helados, se dedicaba a la venta de butifarras que él mismo preparaba y que vendía entre sus vecinos del rumbo de El Gallo y la Ermita de Santa Isabel.

De Miguel, quien posó como modelo del artista yucateco Juan Gamboa Guzmán, y cuya pintura al óleo se encontraba en la biblioteca del autor de “México Creo en ti”, el poeta Ricardo López Méndez en la Ciudad de México, se destaca que era aficionado a la fiesta brava y que se desempeñaba como monosabio, y se dice que era tan popular que cuando realizaba su labor de arrastre, desde los tendidos le saludaban a gritos y agitando el sombrero.

Cuando se hizo mayor y necesitaba de apoyarse en un bastón, Miguel dejó de vender sus helados y vivía de sus reservas económicas, entonces frecuentaba mucho a sus amigos en Santiago quienes recordaban que saborear un rico café y de un buen puro eran de sus actividades favoritas.

Finalmente, el “Negro” Miguel falleció a los 75 años de edad, tras vivir durante cuatro décadas en Mérida.

Texto y fotos: Manuel Pool