DE LAS COSAS COMUNES //
A través del agua cristalina del mar que me llegaba hasta la cintura la descubrí en el fondo sobre la arena y quedé maravillado: era la primera vez que veía en vivo y a todo color una estrella de mar. Me incliné hasta meter la cabeza en el agua, la tomé y la saqué. “¡Mira papi!”, dije y él sonrió. “Es una estrella de mar”. “¿Me la puedo llevar?”. “Sí, métela en la bolsa”. Y metí mi tesoro en la bolsa cuadrada con asas, de tejido de plástico, de ésas que se usan para ir a comprar a la tienda de la esquina, y que nos servía para guardar los pescados que conseguíamos, y que en la bolsa, atada a un palo clavado en la arena, se mantenían vivos mientras llegaba la hora de emprender el camino de vuelta.
La sensación de tener algo nuevo, que seguramente usted conoce, me invadió desde ese momento. Pero a la hora de emprender el regreso vino la sorpresa y la desilusión, pues a la estrella se le habían desprendido sus cinco bracitos, y así ya no estaba bonita. Papá Venancio evidentemente sabía lo que iba a pasar, y yo tuve que conformarme y tirar al agua de vuelta todas las partes del anaranjado animalito.
Al rato me explicó que cuando las estrellas se sienten amenazadas activan un singular mecanismo de protección y se fragmentan, para aumentar sus probabilidades de supervivencia, pues cada pequeño brazo se convierte en una nueva estrella, y al centro original le salen otros nuevos cinco brazos.
Con los años me tocó que mis hijos descubran también las estrellas de mar, y les expliqué lo que mi padre me había enseñado. Entonces, se preguntaría usted, ¿cómo es que he visto en diversos sitios estrellas de mar enteras sirviendo de adorno? La explicación es que sí se puede conservarlas íntegras, y una opción para lograrlo es meterlas en una bolsa de plástico, donde se asfixian y no activan su mecanismo de supervivencia.
El mar guarda muchísimos secretos, y lo que conocemos de él es muy poco. ¿Se imagina usted qué cosas puede haber en las profundidades abismales de los océanos, donde se han avistado fantásticas formas de vida, y a las que nos es imposible descender porque la presión acabaría con nosotros? Así que sólo conocemos una parte de esos secretos, la que está a flor de agua, o en los linderos con la tierra. ¿Sabía usted que el pejesapo, cuyo nombre en lengua maya es xpú’, es comestible, aunque muchos dicen que es venenoso? Este pez de piel sin escamas y dientes de conejo, que tiene el lomo anaranjado pálido y la panza blanca, adornado con pintas similares a los que tienen los leopardos, tiene un mecanismo de defensa que consiste en inflarse hasta quedar como una pelota difícil de tragar por algún depredador. Pues si cae uno en su anzuelo no lo desperdicie; corte en círculo la piel donde terminan las agallas, quiebre hacia atrás la cabeza y jale para desprender el pellejo como si estuviera quitándole el calcetín a un pie: le queda un tubo de carne blanca que bien marinada es exquisita y casi no tiene huesos peligrosos. Se afirma que el pejesapo es venenoso, y lo es ciertamente, pero con la maniobra que le digo se desprenden de la parte aprovechable todas las vísceras y depósitos de líquidos riesgosos. Haga la prueba y disfrútelo a la mantequilla, por ejemplo.