Mario Barghomz
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¿Desde cuándo hablamos de inteligencia?. Esto rebasa los mismos tiempos del nacimiento de nuestras primeras culturas (año cinco mil antes de Cristo) y los de la filosofía misma en el siglo VI antes también de nuestra Era.
Ya en el Génesis del Antiguo Testamento (atemporal, por supuesto) se habla de un árbol del bien y del mal, del cual ni Adán ni Eva, las primeras criaturas concebidas por Dios, pueden comer. Es el árbol precisamente de la inteligencia, de la consciencia, del “libre albedrío” que le dará al hombre la posibilidad de reconocerse y dirigir su vida con mente propia, bajo propio juicio y criterio, pero que al mismo tiempo lo desterrará del paraíso. (¿Libertad o dependencia eterna?) ¡Vaya tarea la de asumir tal desobediencia de no comer de aquel árbol!
En el mito griego (también atemporal y muchísimo tiempo antes del mismo Homero) es Prometeo quien no desobedecerá como lo hiciera Adán, pero engañará a Zeus y robará luego el fuego divino (la inteligencia) del templo de los dioses para dárselo a los hombres y éstos puedan valerse por sí mismos.
Tal hazaña le costó a Prometeo ser castigado de por vida, encadenado a una enorme roca y expuesto a que cada día una gran ave le comiera el hígado, órgano que, en esos tiempos, los griegos creían que estaba el alma.
Al parecer y si leemos bien los mitos que anteceden y de donde se derivan nuestras creencias y nuestra cultura; poseer inteligencia (pensamiento propio) no ha sido para el hombre una tarea fácil, sino difícil, ardua y complicada. “Ser los propios dueños de nuestro destino y capitanes de nuestra alma”, como escribió el poeta británico William Henley, sigue siendo sin duda una tarea azarosa y esforzada.
Pero asumiendo que toda tarea inteligente nació con los mitos, ¿cómo definimos hoy la inteligencia? Ciertamente toda inteligencia es una capacidad, un conocimiento, una destreza y una virtud. Pero no fue sino con los nuevos hallazgos neurocientíficos y otras ramas de la ciencia como la Física, la Química y la Biología, el estudio neurológico del cerebro y los del cuerpo mismo, que dejamos de entender la inteligencia sólo como un razonamiento, una capacidad de memoria (CI) y el uso de información.
Hoy sabemos que la inteligencia no sólo se mide en función del razonamiento (las mismas plantas tienen una capacidad inteligente para sobrevivir -dice Damasio-; “inteligencia sin consciencia”), sino de otras capacidades como la emocional y la interoceptiva de nuestro propio organismo.
La “interocepción” es algo que hoy nos permite reconocer la inteligencia de nuestras vísceras (lo que ocurre dentro de nuestro cuerpo). Por ello que quizá mi hija (ella es doctora cirujana) me ha dicho siempre que nuestro cuerpo es “Smart”. Naturalmente, me refiero a la capacidad (inteligencia) que tiene nuestro propio cuerpo para comunicarse consigo mismo, sin intervención de nuestro razonamiento.
Me gustaba ver como mi padre (un hombre ordinario) entendía las flores y los árboles. Se le daba tan fácil plantar algo y luego verlo crecer para cosecharlo. Su inteligencia iba de la mano con la naturaleza; ¡la entendía! Aunque para tantas otras cosas simplemente no sabía.
Lo mismo pasa con las grandes mentes, la de Einstein o Steve Jobs, la de Picasso o la de Leonardo; hombres extraordinarios que se distinguieron por su entendimiento, destreza, sabiduría y capacidad. ¡Genios en aquello en lo que se distinguieron! Pero hubo tantas cosas en las que simplemente no sabían cómo actuar. Jobs nunca pudo manejar su temperamento (no entendía cómo hacerlo) y su lucha contra el cáncer, también lo anuló. Picasso jamás supo cómo mantenerse con una pareja. Sus mayores problemas se derivaron de sus escándalos y su vida familiar, pocas veces se llevó bien con hijos y nietos. Einstein nunca resolvió de manera conveniente el asunto de su primera hija y la disyuntiva constante de su primer matrimonio.
¿Y quien no espera ser lo suficientemente inteligente para entender y saber resolver los asuntos más ordinarios de nuestra vida?
¡Para ser feliz hay que ser inteligente!.