La mala educación de Trump

CARLOS HORNELAS

carlos.hornelas@gmail.com

Durante décadas, si no es que siglos, la educación superior en EEUU era considerada una de sus indiscutibles fortalezas. Es casi imposible pensar en universidades y no superar las referencias a las célebres Harvard, Stanford, el MIT o Princeton, las cuales se han posicionado a nivel global en la mente del público en general.

Durante mucho tiempo, la formación universitaria fue una aspiración de un amplio sector que buscaba ascender algún escalón en la movilidad social.  A través de la educación se podía mejorar las condiciones de vida precedentes en los núcleos familiares de origen, así como hacerse del capital de conocimiento básico para cimentar el criterio en las evidencias del pensamiento crítico.

Sin embargo, en la última década, el panorama de la situación de las universidades ha empezado a complejizarse de modos hasta ahora no experimentados. La masificación de la universidad ha provocado una competencia comercial entre diferentes opciones que no destacan por la calidad de sus servicios académicos, sino por las amenidades y el trato que dan como “clientes” a los educandos, a fin de retener la matrícula y obtener las mayores ganancias posibles. A propósito del particular recomiendo el documental “Ivory Tower”, de Andrew Rossi que retrata con toda lucidez este derrotero, así como el libro de Carlos Bermejo Barrera, titulado “La fábrica de la Ignorancia: La Universidad del como sí”.

La universidad, como catedral del saber, debe ser el espacio privilegiado del debate y el pensamiento crítico. No hay nada que haga a la ciencia más fiable que su carácter de falsabilidad, es decir, de poner en duda todo cuanto sabe y de poner a prueba todo cuanto conoce a fin de detectar vicios, fisuras, errores, sesgos, subjetividades y falsas confirmaciones para eliminarlos y obtener certezas, aunque sean solo para servir de base a nuevas aportaciones que reemplazarán a las anteriores. Esta dinámica es propia de este pensamiento y se opone al dogma que nada cuestiona, que dicta y que prescribe un estado de cosas inmutable.

En una conferencia pronunciada ante el Congreso en 2021 y que se puede consultar en internet, J.D. Vance, actual vicepresidente de EEUU en la administración de Trump y egresado de la carrera de Derecho en Yale, aseveró que “las universidades son el enemigo”. La posición de Trump respalda a la de su vicepresidente y extiende sus alcances a objetivos concretos: los centros de investigación, los catedráticos universitarios y los alumnos que expresan sus convicciones mediante protestas en los campus universitarios.

En el pasado, muchos rectores habrían antepuesto su propio pecho ante los embates de Estados con visos de autoritarismo, pero hoy, temerosos a las represalias y a la mala publicidad que puedan recibir en las redes sociales, que puede repercutir en el negocio, prefieren callar e ignorar los excesos de quienes buscan también controlar en pensamiento en aquellos sitios en los cuales han iniciado la erosión de su autonomía en materia académica.

Con las medidas autorizadas por Trump, se regresa paulatinamente a la discriminación en admisiones, matrícula y contrataciones; la reducción de fondos del Estado en centros de investigación, la reducción de becas para personas con escasos recursos; la búsqueda, captura y procesamiento de manifestantes, sean profesores o estudiantes, de manifestaciones en los campus que se hayan mostrado a favor de causas de adoctrinamiento en contra de “los intereses de EEUU” como las que se llevaron a cabo denunciando la situación de Palestina, entre otras muchas órdenes ejecutivas que respaldan estos mandatos. Si bien muchas universidades se han burocratizado y en algunos casos ciertos profesores han promovido ideologías de última generación, que polarizan la sociedad, no se puede generalizar y ciertamente se tiene que reconocer que ha habido excesos y hay cosas que se deben mejorar, pero esto parece no ser la vía más idónea para lograr el cambio.