Mario Barghomz
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Así como su biología descrita en el artículo anterior (jueves 7 de noviembre, 2024), nuestro cerebro también tiene una mente. Sin ella ningún ser humano sería capaz de razonar, percibir o reflexionar, más aún tampoco sentir o amar bajo la estricta consciencia de hacerlo.
Es nuestro cerebro en su parte prefrontal donde existen el mayor número de neuronas que literalmente navegan por la materia blanca y gris, y pueden asimismo comunicarse auxiliadas por la mielina. Son ellas las que nos permiten pensar, razonar y saber. Todo nuestro conocimiento y su aplicación dependen de él. La misma evolución del hombre ha dependido de la inteligencia de un pensamiento generador que ha trascendido y superado todo tipo de contingencias a través del tiempo de la historia humana.
Nuestra gran diferencia con el resto de los mamíferos que también poseen un cerebro (y más grande como el de los elefantes y las ballenas, o tan sofisticado como el de los delfines), es precisamente la mente; la consciencia. No hay otro animal como el hombre, ni aéreo ni acuático, ni terrestre, polar o selvático que posea su capacidad de pensar, de tener conciencia de las cosas, de su entorno y devenir.
Y si existe una inteligencia (no superior) en los demás animales, ésta sólo es natural o instintiva; no racional. Eso mismo hace que nuestros sentimientos y emociones sean distintos. Que se lleven a cabo no dentro de una naturaleza irracional, sino conveniente y justa para nuestros fines y propósitos de vida.
Así; nuestra mente tiene un papel determinante en nuestras emociones. De tal manera que éstas deben aprender a comunicarse para mantener su equilibrio. El “giro cingular” (o cíngulo), por ejemplo, lo emplea el cerebro para conectar nuestras emociones con nuestro razonamiento y lograr dar con ello un equilibrio adecuado y armónico a nuestras emociones. Sin el cíngulo que mantiene la comunicación constante entre el sistema límbico y racional; nuestras emociones y sentimientos se dispersarían o perderían contacto con una realidad más lógica, coherente y asertiva. Es el bienestar, actividad y salud del cíngulo en nuestro cerebro, lo que impide que caigamos en estados de euforia (rabia, temor), depresión, ansiedad o estrés.
El “lóbulo insular” (o ínsula) también forma parte del sistema límbico (el área de nuestros sentimientos) relacionado con el control de nuestro Sistema Nervioso Autónomo. Es la ínsula la que pone en contacto a nuestras vísceras o lo que ocurre en ellas, (corazón, pulmones, hígado, intestinos…) con nuestro Sistema Nervioso Central para que cada sensación, afección o estímulo queden procesados desde el control de nuestro sistema ejecutivo.
Hay que decir que sólo la armonía y equilibrio constante de un cerebro sano (homeostático) podrá encargarse y atender todo aquello que suceda entre el cuerpo y el alma. Un cuerpo enfermo siempre será una derivación directa o paralela de un cerebro también atrofiado. Imaginemos el motor (cerebro) de un automóvil y todo lo que a su lado hace posible que el motor mismo arranque (batería, sistema eléctrico, gasolina, etc.) para que el coche avance. Sin el motor, ningún coche avanzaría. Sin cerebro, ningún cuerpo anda.
Y andar bien, en todos los sentidos (emocional, mental y físico) se debe a esta relación directa y compartida entre nuestro cuerpo y el cerebro. Y es por ello que nuestro pensamiento, las acciones lógicas de nuestro comportamiento y nuestras ideas, son y serán siempre determinantes a la hora de asumir y evaluar aquello que nuestro mismo cerebro nos permite: ¡la consciencia!
Y aunque cada mente es distinta en los más de ocho mil millones de cerebros en el planeta; ninguno está exento de pensar o de sentir, de asumir o actuar independientemente del ambiente o la geografía donde se encuentre, de la lengua que hable o el aire que respire. El cerebro en sí mismo, por su naturaleza, no sólo es la parte más alta de nuestro cuerpo; sino el generador y rector de la buena o mala vida que tengamos cada uno sobre la Tierra.