Por Mario Barghomz
Irónicamente toda paz viene de la guerra, de la necesidad de volver a la calma, a la armonía, a la serenidad. ¿Pero cómo escapar de nosotros mismos? “Homo homini lupus” (el hombre es un lobo para el hombre); locución filosófica de Thomas Hobbes que nos habla de los horrores y la maldad misma que el hombre (ser que nació malvado), ejerce sobre sí mismo.
Y quizá por ello decían los hombres antiguos que las guerras a veces eran necesarias, para atacar o defender territorios, identidad o creencias; había que obtener o conservar el poder para defender o extender la territorialidad y el patrimonio.
Pero hoy sabemos que toda guerra se da por las diferencias entre humanos, por el disgusto, la maldad y la ambición. Y toda guerra siempre buscó la muerte, la sangre, la esclavitud, el dominio y el sometimiento del otro: el contrario. Fue entonces que comenzó a hablarse de paz ante lo irracional y sanguinario, ante lo perverso y descabellado.
Ya desde el mito bíblico podemos leer que había ausencia de paz en el paraíso, de conciencia, respeto y buena voluntad. Satanás tentó a Eva por celo, envidia y revancha contra el creador; luego vino el enojo de Dios contra sus primeras criaturas, acusándolas de desobediencia. Su castigo fue la expulsión del paraíso y el destierro posterior de Caín, asesino de su propio hermano.
En “La guerra del fuego” (1981), película de producción franco-canadiense; el argumento de Gerard Brach narra la lucha del antiguo Neandertal por la llama sagrada del fuego que solo ellos poseen y no desean compartir. La primera escena se sitúa en un contexto de hace ochenta mil años y nos muestra una sangrienta y violenta batalla contra una especie de pitecántropo que intenta apoderarse de un fuego que yace apenas entre brazas, resguardado en una burda jaula.
La guerra entonces, bien sea desde el mito o la antropología; parece genética en el sentido que el hombre ha tenido que luchar siempre contra la violencia misma de su entorno, el clima, los animales y otros hombres; agrupándose en clanes, ocultándose en cuevas y huyendo constantemente del peligro como nómada. En su evolución y desarrollo humano, estos primeros hombres eran hombres que no conocían la paz, sino la lucha ordinaria y bárbara de todos los días por la sobrevivencia humana.
Las primeras culturas de la tierra son muestra clara de historias de guerra: egipcios, sirios, asirios, judíos, babilonios, griegos, troyanos, romanos, asiáticos, árabes…peleando sin paz por ambición, raza, creencias y poder. Peleando por razones injustas e inhumanas, por dioses malvados, sordos y ciegos, insensibles, vengativos y violentos.
Nuestra historia humana es más una historia de guerra que de paz en el entramado de sociedades más ajenas que afines, de países modernos que en el siglo XX (entre 1914 y 1945) demostraron el poder de su megalomanía y sus alianzas, hasta el punto de exterminar ciudades de países que tuvieron que someterse y rendirse, solo después de la barbarie.
Hoy, afortunadamente, esas guerras ya no existen. La última parte de esta historia de violencia humana, cada país la ha vivido en su propia lucha de independencia y revoluciones, salvo aquellos casos de patrimonio y libertad de comunidades y países no industrializados y poco desarrollados, todavía sojuzgados por imperios modernos cínicos y malvados, o facciones internas de delincuencia, narcotráfico, violencia extrema, confrontación moral, de creencias y género.
Toda paz hoy comienza en uno mismo, en la persona que somos. Toda lucha por la vida, la libertad y el respeto que deben ganarse no solo ante un adversario externo, sino ante cada dilema, ignorancia y prejuicio de nuestro ser íntimo.
El peor enemigo de uno, más allá de tiranos, bombas atómicas y amenazas perversas, suele ser a veces uno mismo. Toda paz se genera desde nosotros, está en nosotros, en el interior de nuestro cuerpo, en nuestra alma.
Y para un alma en paz, diría el general y filósofo Sun Tzu en su extraordinaria reflexión sobre el arte de la guerra; “La mejor de todas las guerras es la que nunca se lleva a cabo”: ¡la paz!