Por María de la Lama
La famosa Pirámide de Maslow es la teoría que sostiene que las necesidades de los seres humanos están organizadas jerárquicamente de la siguiente forma: en la base de la pirámide están representadas nuestras necesidades fisiológicas inmediatas, que son las más fundamentales para todo ser vivo. La necesidad de comer, tomar agua, dormir y no morirnos de frío. Cuando estas necesidades están satisfechas, pasamos a un escalón más alto de la pirámide: la seguridad. Ahí pensamos en el futuro de estas necesidades fundamentales. Estamos en este ámbito cuando buscamos una vivienda, un seguro médico, un trabajo y una jubilación. Una vez seguros, pasamos al tercer escalón, en el que buscamos la pertenencia: a una familia, a un grupo de amigos o a una comunidad. En el cuarto escalón buscamos autoestima, reconocimiento o respeto; y, finalmente, en la punta de la pirámide, buscamos la trascendencia o autorealización, tal vez mediante la ética, el arte o la religión.
Seguro te enseñaron esta pirámide en primaria. Es la forma más obvia de entender al ser humano y de predecir sus decisiones. Y es incorrecta. Siguiendo este modelo, no sería posible que una madre diera la vida por un hijo, o que un héroe diera la suya por su país: si no tienen la vida asegurada, ¿cómo van a pasar al tercer, cuarto y quinto escalón de la pirámide? Con la pirámide de Maslow no podemos explicar al que está dispuesto a que lo rechace toda su comunidad con tal de perseguir un sueño o un ideal. Ni al que prefiere perder su trabajo —y con él su seguridad— que hacer algo que le parece inmoral.
Hay momentos en los que actuamos como predice la pirámide de Maslow. Mucha gente está dispuesta a dejar a su familia y amigos con tal de tener un trabajo más seguro, o a perder todo orgullo con tal de tener algo que comer. Pero es igual de común que rompamos las reglas de Maslow y decidamos arriesgar el pellejo por un poco de reconocimiento. O que, teniendo ya todas nuestras necesidades cubiertas, y los primeros cuatro escalones asegurados, tomemos la decisión de romper nuestro código ético por unos pesos más. O que, si tener seguridad o reconocimiento, elijamos la trascendencia.
Nos encanta creernos que la gente actúa como robots utilitaristas; no sé si porque es más simple o porque así nos damos permiso de actuar de la misma forma. Pero ni está justificada esta creencia, ni nos conviene. Si decides preferir la seguridad que la moralidad, que te queda claro que es una elección muy tuya: no le eches la culpa a la naturaleza humana. Y si queremos convencer a alguien de que nos ayude, muchas veces conviene saltarnos los primeros escalones y apelar a la punta de la pirámide: darle la oportunidad de que, ayudándonos, se convierta en la persona que quiere ser. Convencerlo de que así va a trascender.