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No hay que ser un gran biólogo para reconocer que hay enormes distancias entre una especie y otra, entre —digamos— el ser humano y los reptiles. Sin embargo, las lejanías se acortan si comparamos los esqueletos, las fisiologías, el instinto de sobrevivir.

Por algo, Charles Darwin alteró al mundo entero cuando habló de evolución: parece increíble, pero venimos de estos animales. Fuimos primitivos peces que, millones de años hace, respondieron al llamado de la tierra para explorar las costas nacientes del triásico.

Harían bien algunos en repasar esos cambios y el mucho sufrimiento que implican. ¿Qué transformación es fácil? No obstante, la voz de las ciencias naturales siempre se imponen: adaptarse a nuevas circunstancias y forjarse cualidades permanentes para seguir existiendo es ley de vida.

Algunos se seguirán pensando culebras con cualidades para camuflarse en montículos como urnas y hojas como boletas. Se sueñan serpientes. Creen que mudar de piel bastará.

Pero no lo es. Seguirán saurios. Gigantes de piel verde y arrugada. Además, sus pisadas, inconfundibles y ruidosas, son reconocidas por la tribu nueva, que a kilómetros de distancia, enciende fuegos grandes y toca atabales de fiesta porque ya sabe cómo asesinarlos.

¿Podrán sobrevivir? Toda transformación es posible, pero siempre implica dejar atrás algo. Cambiar molesta, angustia, duele. Nuestros ancestros anfibios debieron dejar atrás el mar y explorar, sin humedades en la espalda, la costa bajo un sol que hervía.
Ellos, los que aún no cambian, tendrán que hacerse tribu, gente, personas. Olvidar los privilegios de su altura, el viejo terror que sus pisadas provocaban, y que hoy, en esta era, dan risa.

En resumen, sólo les queda olvidar lo que fueron y aprender los hábitos y costumbres de la gente de la tribu. Trabajar como ellos, caminar entre ellos, reconocerse en ellos.

Evolucionar, en una palabra.

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