¡La virtud del balance!

Mario Barghomz
mbarghomz2012@hotmail.com

Percibir la vida desde lo que no se tiene o hace falta, sin duda es una mala percepción. Percibirla desde todo lo que se tiene sin considerar lo que hace falta, es también una mala percepción.

Aquellos a quienes se conoce o se sabe de ellos por tener mucho dinero o ser famosos y populares, pero a la vez están quebrados con sus familias, que ya pasaron por tres o cuatro matrimonios y mantienen relaciones tóxicas o distantes (a veces ninguna) con sus hijos: ¿percibirán bien la vida? ¿Cómo duermen? (Si es que duermen) ¿De qué hablamos cuando hablamos de tenerlo todo? ¿O de qué hablamos cuando decimos que todo o mucho nos falta?

De un hombre o una mujer sin trabajo o con alguno donde apenas ganen lo mínimo en el empeño constante de ver cómo pagar la hipoteca o la renta de su casa, los alimentos, las colegiaturas, la ropa o el simple deseo de ver cómo sobrevivir cada semana o cada quincena sin morir en el intento. Pero de saber también que se tiene una familia no disfuncional, que los hijos los aman por estar cerca o contar con ellos aunque representen la carga más real de sus carencias económicas, y que la salud, contra toda enfermedad o riesgo, también los favorece. Sin embargo, hay quienes insisten siempre en mirar la vida desde una perspectiva de que nunca alcanza lo que se tiene… ¿Qué sería suficiente?

Sabemos que hay personas a las que el cliché popular suele llamar “afortunadas”, pero que sus vidas están vacías y son a veces muy desgraciadas como vemos en las películas dramáticas o en las historias de príncipes y princesas, como en la triste historia de la princesa Diana de Gales.

Hay otros a los que el dinero ha vuelto ambiciosos y malvados, y por tanto, son despreciables. Aunque en este punto la pobreza suele hacer también a los hombres malvados y ladrones. Ni la ambición entonces, ni la necesidad extrema serán buenos argumentos para tener una buena percepción de la vida.

Por un lado, la riqueza, como a Midas en el mito griego, puede hacer que un hombre pierda el sentido de toda proporción y equilibrio en el encuentro de la felicidad y la salud de su propia existencia. Desear que todo lo que se toque se convierta en oro no es muy sano ni sensato. Dionisos, el dios de la vida del mito griego, lo sabía ante el ambicioso deseo del rey Midas a quien le ofreció concederle un deseo por haber cuidado de Sileno (viejo preceptor del dios). Midas, no contento con todo lo que poseía, le pidió al dios que todo aquello que tocara se convirtiera en oro. Pero su alegría no fue tanta cuando al sentir hambre e ir a comer, vio que todo lo que se lleva a la boca, hasta el agua, se convertía en oro. Al ver su desgracia, le pide perdón a Dionisos por su deseo impertinente, pero éste lo castiga haciendo que le salgan orejas de burro. Sin embargo, Aristóteles cuenta que así murió Midas, de hambre ante la imposibilidad de alimentarse con oro.

Pero la pobreza extrema también suele matar de hambre a los hombres. Y no solo de hambre, sino de frío ante la desnudez de sus cuerpos o de alguna enfermedad mortal atraída por la indigencia de su situación límite.

Así que vengan estos comentarios para aprender a percibir y valorar la vida no desde la abundancia o la carencia, ya que nada que sobre o que falte en ella es parámetro para juzgarla de buena o de mala, de afortunada o miserable. Consideremos más racionalmente que la mejor percepción debe surgir del balance, vocablo alemán que significa proporción y equilibrio. Y éste nos permite pensar en la armonía, en lo justo donde lo que se tiene y lo que hace falta se equilibran para formar un balance. Ésta, considero, es la mejor percepción de la vida más allá de la pobreza o la abundancia: ¡la virtud del balance! El balance del cuerpo (homeostasis) traducido en nuestra salud, el balance de nuestra mente, de nuestros sentimientos y nuestras emociones, el balance de nuestro entorno (la familia, los hijos, los padres, los amigos…), el balance de nuestra alma… ¡de la extensión completa y justa de nuestro entorno y lo que somos!

No mucho, pero poco o nada tampoco.

“Nunca mucho de nada” –decían los griegos.

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