En la llamada sociedad de la información, que así es como denominan a la etapa histórica que nos tocó vivir, la moneda corriente no es, como podríamos suponer, la información, sino su mercantilización. Las personas, convertidas en datos son mercancía útil para la toma de decisiones de compañías publicitarias y de propaganda política.
El negocio de las grandes compañías como Facebook, Google u otras tantas que se han posicionado en el siglo XXI, es la venta de datos de los usuarios a través de un mínimo esfuerzo por su recopilación. Si dichas empresas fueran casa por casa tratando de que las personas llenaran encuestas a cambio de absolutamente nada, seguramente no tendrían tanto éxito.
Son los propios usuarios quienes, a partir de la promesa de contactar a personas con sus mismos intereses, familiares, amigos o pasatiempos, los que suben gustosos datos que en conjunto se convierten en información valiosa para todo tipo de transacciones a cambio precisamente de absolutamente nada. Y lo hacen sin recelo y sin molestias.
Una extensa base de datos en la cual se pueden consultar hábitos, gustos, compras, credos, productos, edades, profesiones e ideas se vende consuetudinariamente al mejor postor para posicionar productos y servicios.
Las redes sociales se ofrecen al público como una oportunidad gratuita para “pertenecer” al nuevo estado de cosas. No obstante, cuando, en el mundo digital las cosas son gratis, es porque uno es la mercancía.
Cuando los nazis llegaron a Holanda y se enteraron de que había un censo sobre los credos, la tarea de exterminio de los judíos fue en realidad un paseo por el parque. Cuando en las dictaduras sudamericanas se tenía la lista de los disidentes al régimen, su aniquilación fue relativamente simple. Este cúmulo de información en manos equivocadas puede tener repercusiones insospechadas para la vida social y la democracia.
La tecnología permite saber no solo quién puede estar a favor o en contra de algún determinado candidato o gobierno, sino también dónde se puede encontrar físicamente a través de un geolocalizador, quiénes son sus familiares y cuáles son sus redes de apoyo.
Con estos datos se pueden confeccionar verdaderos mapas a detalle, hogar por hogar y saber la distribución de los militantes de partidos políticos, de votantes indecisos o incluso de ciudadanos apáticos.
Los partidos políticos pueden decidir dónde y ante quienes hacer campaña para encauzar su voto. Pero también tienen la posibilidad de ejercer la presión sobre los ciudadanos que les hayan votado en contra, si el día de mañana ganan la elección. Se tiene la capacidad de conocer el mapa de ganadores y perdedores de apoyos, prebendas y servicios, como ocurriría en un ejercicio de planeación de una campaña bélica, con un mapa que despliega tanto apoyos como posiciones enemigas y sirve para calcular los riesgos de cada movimiento.
Esto, por supuesto, mina la democracia porque en última instancia no importan las ideas, sino las estrategias. No importan las plataformas, sino los cálculos. No importan las políticas, sino las posiciones ocupadas. No importa el elector, sino su lugar en la cuadrícula.
Por Carlos Hornelas