Lo mejor de todo

Mario Barghomz
mbarghomz2012@hotmail.com

Quizá lo mejor de todo es que sigamos aquí (¡vivos!) a pesar de la Pandemia COVID-19 o de cualquier otra enfermedad de la que nos hayamos librado. Como mi hermano que a sus 59 años calló enfermo con un pronóstico de vida del 5%, pero afortunadamente pudo vencer a la muerte.

Quizá lo mejor de todo es que algunos ya no sigan aquí, padeciendo dolores y soportando una vida ya inútil y para su edad sin ningún futuro ni propósito. Como mi madre que a sus ochenta años de edad las últimas dos semanas vivió sometida a sueros, pastillas, inyecciones y cuidados paliativos que no tenían el cometido de recuperar su vida sino de que la muerte no le fuera tan dolorosa.

Quizá o mejor de todo es que entendamos la vida, la que cada uno tenemos. Y cuando ésta termine o esté a punto de hacerlo, también podamos comprenderlo.

Quizá lo mejor de todo sea saber que hay un principio y un fin; el tiempo de gozo del nacimiento y el del dolor del deceso. Porque no entenderlo nos creará siempre conflictos, ansiedad y temor.

Vivir puede ser simple, como levantarnos por la mañana, abrir la ventana, ir a bañarnos y desayunar. O puede ser la tarea más complicada cuando simplemente no puede uno levantarse por alguna enfermedad incapacitante que nos mantenga postrados ante la debilidad, o la ansiedad nos carcoma el alma a través del dolor, la depresión o la tristeza.

Muchas veces el sufrimiento, el dolor y la frustración son parte de una tarea que debemos enfrentar a diario para  lidiar con ella. Y aunque cada problema sea simple; económico, social, laboral, familiar o  sentimental; nuestra propia manera de mirar el mundo puede hacer que parezcan insuperables. En este sentido no será el mundo en sí sino nuestra manera de mirarlo, lo que haga la diferencia. Un mundo hostil y despreciable estará siempre en aquellos ojos que no saben mirarlo de otra manera. Y esos ojos pueden ser los nuestros.

Lo peor es cuando creemos que no hay solución que valga, que todo está perdido o que esto fue lo último que nos pudo haber pasado. ¿Pero cómo saberlo realmente? Necesitaríamos no sólo un buen pronóstico sobre el futuro (que además esto sería sólo una visión esotérica), sino saber a ciencia cierta que será peor el día de mañana.

La oscuridad del suicida se mueve sobre este terreno, bajo las tinieblas de este mundo trágico, el miedo y la incertidumbre. Como cuando Dante estuvo ante la presencia del mismo Diablo: “No sabía –dice en su texto- si estaba o no vivo. Sabía que vivía pero no lo sentía. ¡Vivía sin vivir!” (“Infierno; Divina Comedia”).

Pero lo mejor de todo es que la mayoría de nosotros no somos suicidas. ¿O sí? Porque de serlo simplemente invalidaría este juicio. Mi dialéctica estará siempre con la vida, con el buen entusiasmo y el propósito, con la actitud positiva y el pensamiento optimista.

Lo mejor de todo es que quienes seguimos vivos, lo estamos. Y con la vida ¡todo! Sin la vida ¡nada! Y con la vida será el amor nuestra mejor herramienta, la confianza y la esperanza. Confianza en nosotros mismos, en las decisiones de Dios. Y Dios, sin duda, está con nosotros siempre; si vivimos o morimos, tanto si nos deja seguir viviendo en este mundo humano como si nos lleva a su gloria eterna.

A veces lamentar la muerte (en algunos casos) sería nuestro mayor desagradecimiento por la vida que nos permitió, quizá pocos años, pero suficientes para la tarea (si la hicimos  bien) que nos tocó hacer con la vida. ¿Por qué renegar entonces de la muerte con la que Dios nos libra del dolor? ¿Por qué lamentar lo que Dios no lamenta cuando nos llama con Él?

Pero si vivimos cien años dejemos que sea Él nuestro mejor guía, nuestro camino y nuestra luz. Que sea su voz la que nos hable. Su presencia quien nos acompañe. ¡Qué mejor compañía que la del mismo espíritu de Dios!

¡Dios bendíceme; y permite que mis palabras puedan ser también una bendición para los demás!

¡…Que así sea!