Lo que no vemos

Mario Barghomz

mbarghomz2012@hotmail.com

Nunca las cosas que no se ven han tenido más relevancia ante un espectador común, que aquellas que sí se ven. “Ver para creer”, dice el dicho popular. Pero nunca la fe, para creer, necesitó ver. “Si Dios pudiera verse, no sería Dios” -ha dicho Eckart-.

En las aristas de este dilema hay un mundo que no se ve y es el que alimenta y sostiene al que sí se observa. Me refiero al mundo molecular y atómico del que dependemos y sin el cual no estaríamos aquí, viendo lo que vemos. Aunque sin el conocimiento adecuado o suficiente, no lo entendamos.

En su “Metafísica”, Aristóteles se refiere a una filosofía que indaga sobre el principio último y primero de todas las cosas que existen. Y toda cosa que existe (aunque a veces no la veamos) obedece a una sustancia; su sustancia original o primera. La ciencia cuántica y la nanociencia moderna, nos hablan también de este principio.

En este sentido cada molécula o micropartícula de nuestro organismo quedará exenta de ser observada por cualquier ojo humano a simple vista. Que no veamos una partícula (un átomo) sin los microscopios científicos adecuados, o que no percibamos su existencia, no quiere decir que no existan. Y más aún; que nuestra vida no dependa de eso que no vemos.

Casi todo lo que no vemos es lo que sustenta el principio irrefutable de aquello que sí puede verse. La medida de nuestro ADN, por ejemplo, en cada uno de nuestros 23 pares de cromosomas; si lo desdobláramos, ha dicho un científico, y uniéramos cada segmento de los 46 que hay en cada una de nuestras 40 billones de células que aproximadamente existen en nuestro organismo, éste tendría una longitud igual a la distancia que hay de ida y vuelta entre la Tierra y el Sol.

Impresionante que una sustancia tan microscópica, y a la vez tan inmensa, radique sin mayor problema en el interior de nuestro organismo. Pero, además, para darnos la definición genotípica y fenotípica de aquello que somos.

La misma sustancia esencial de Dios, dice Aristóteles, jamás podremos verla, por su misma extensión infinita, su falta de peso y movimiento. Dios -dice- es una presencia eterna, infinita, invisible e inmóvil. Imposible ver lo que carece de longitud y movimiento. Como mirar el universo donde lo único que podemos observar (y eso con grandes telescopios) son las cosas que hay en él; estrellas, galaxias o planetas, pero no el universo mismo en su dimensión infinita, imposible de determinar. Por ello que lo que se mira no siempre es lo único que está ahí (aunque así parezca). También está lo otro, lo imposible de ver.

El amor y la conciencia también son cosas que no se ven, pero regularmente están ahí. Solo hay que saber disponer de ellas para entender su magnitud. Amar o ser conscientes de lo que hacemos, aunque tangiblemente no lo veamos, determinará invariablemente el bienestar, nuestra felicidad y el rumbo de nuestra vida.

El alma tampoco se mira. Y hasta hoy no hay ninguna herramienta, tecnología ni ciencia que pueda hacerlo, pero eso no quiere decir que no exista, que no esté ahí, como Dios o como cada molécula o cada partícula de nuestra existencia humana.