Carlos Hornelas
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n cosa de una década, nos hemos acostumbrado a todo tipo de medidas autoritarias y extraordinarias que el Estado ha impuesto invocando el bien común o el mal menor, como se quiera ver.
Si bien en un principio algunos llegaron a manifestar su oposición en contra del despliegue de los alcoholímetros y retenes, señalando con toda razón su inconstitucionalidad, ahora esas voces han sido sofocadas poco a poco y para algunos ya suenan como necias. Hemos normalizado la presencia de diversas fuerzas armadas en nuestra vida cotidiana.
Desde el período de Calderón se nos ha querido convencer una y otra vez que, el problema de la seguridad es tan grave y tan delicado, que solamente el ejército estaba capacitado y contaba con el poder de fuego para combatirlo.
No obstante, como reclaman los hechos, sacar a los militares de los cuarteles no ha cambiado drásticamente la situación de inseguridad que enfrentamos. Cuando escribo esta columna un juez ha dictado un auto de formal prisión en contra del general José Rodríguez Pérez, vinculado a la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa.
Tratar de hacer que el ejército permanezca en labores de seguridad nacional hasta después del 2024 cambia completamente el paradigma de seguridad del país. Pues se establece como “normal” una serie de medidas reactivas que exponen la falta de planeación para lidiar con el problema.
Lo que en un primer momento decía el presidente que lo diferenciaba de sus antecesores, que era centrarse en la prevención y en las causas de estos males, se ha dejado de lado para ocuparse de la peor manera de la situación actual. Lo urgente deja a un lado lo importante.
Más allá de lo que esgrimen como crítica los detractores del actual régimen a quien reclaman visos de militarización, la herencia que se deja a quien ocupe la silla presidencial, sea quien sea, es una serie de prácticas antidemocráticas que esperemos no devengan en una nueva normalidad.
Con el ejército en las calles y cada vez con más atribuciones, se podría perfilar una situación de excepción que se prolongue indefinidamente. Lo que podría establecerse en la terminología del italiano Agamben un “estado de excepción”. La situación especial se convierte de facto en una norma que se deslocaliza dentro y fuera de un estado de Derecho.
En tal supuesto, se podrían “suspender derechos temporalmente” a fin de “restaurar el orden”. Aunque por supuesto queda a juicio de quien invoque esta situación el tiempo, el modo y los instrumentos para hacerlo.
El enfrentamiento directo del presidente con los otros poderes, así como sus intentos por cooptar diversas instituciones pueden terminar por erosionar la confianza de los ciudadanos en los organismos que incluso son parte del Estado, para representarlos como sectores opositores y disidentes. Es decir, para tratar a las instituciones como si se tratara de personas que no sirven al Estado, sino que ejercen una actividad política de saboteo dentro del plan de gobierno supremo y organizador del “bien público”.
Habida cuenta que la mayoría de los ciudadanos no depositan su mayor confianza en la política, es decir que piensan que dicha actividad solo puede ser ejercida por los militantes de una determinada fuerza política, la esfera del debate, de la confrontación de ideas y de la legítima oposición quedará finalmente reducida a una mera función administrativa en la cual solamente se sigan órdenes y se entienda a la disciplina del cumplimiento como la lealtad al Estado.
En un estado de excepción el campo sobre el cual se toman las decisiones hace que quienes queden contenidos en su interior puedan ser tratados como fuera del universo del Derecho, pero amparados en una serie de decisiones políticas ilegítimas.