La importancia de la familia, como punto de apoyo, fuente de enseñanzas y valores, queda de manifiesto en la historia de los Barrera, una dinastía sin armas, escudos y blasones, pero -como citara don Raúl Emiliano Lara Baqueiro, en su obra “Recuerdos de mi infancia 1935-1938”- con la nobleza de haber crecido al amparo de unos padres que supieron llenar a sus hijos de amor y de recuerdos tan agradables, para hacerles sentir orgullosos de su hogar y de ser parte de la familia.
Los tíos de Raúl Emiliano eran José del Carmen Barrera Lara y María Concepción Baqueiro Lara, padres de Armando, Rafael, Ermilo, Emma y Manuel (familia originaria de Hopelchén), con quienes llevaba tan buena relación que los consideraba sus hermanos, de tal suerte que vivió con ellos muchas aventuras en la comunidad de Dzibalchén, Campeche, y después en la capital yucateca, lugar al que llegaron para cursar sus estudios y que a final de cuentas se convirtió en su lugar de residencia.
En la citada obra hay un capítulo dedicado con mucho cariño a Rafael Barrera, a quien llamaba cariñosamente “El Chato”. Raúl se encontraba con Rafael cuando regresaba a aquel pueblito campechano en tiempos de vacaciones; lo recuerda como un excelente deportista que boxeaba, jugaba a la pelota y hasta practicaba el salto de garrocha. Era la mitad de los años 30.
-Acostumbraba hacerlo en el parque impresionando a todos los muchachos de aquel tiempo que lo imitaban, pero todo terminó cuando un cálculo equivocado le trajo como consecuencia un brazo quebrado; al año siguiente llegó al pueblo jugando frontón -escribió Raúl, quien en ese entonces era un chico de 7 u 8 años y su primo Rafael un joven de 16.
Y acerca de Arturo, otro de sus primos Barrera, recuerda que organizaba torneos de box en los que también fungía hasta como réferi. Las peleas se realizaban con guantes y tiempos medidos, como en las peleas formales de las que solo se tenían noticias a través de los periódicos; mientras que su primo Ermilo, entonces de 14 años, se distinguió por organizar noches de baile en la casa paterna.
-No había orquesta en el pueblo, pero la fiesta se amenizaba algunas veces con pianista y otras con pianola que era fácil de manejar aun sin saber de música, además de que en la casa había una buena cantidad de rollos que el tío José del Carmen compraba cuando viajaba a la ciudad. Los mismos bailadores se turnaban para manejarla -relataba don Raúl.
Pero Ermilo también se encargaba de ofrecer funciones con títeres que presentaba en un enorme cajón de madera a la que se le adaptaron telones, escenarios de fondo y hasta lámparas de batería para darle la iluminación necesaria, y por si fuera poco la función se acompañaba hasta con la pianola.
Leer esta obra es algo en verdad apasionante, falta espacio para citar detalles que su autor ofrece de las noches en las que las personas mayores se reunían en la tienda del tío José del Carmen para escuchar la radio, que recuerda era un aparato de 80 centímetros del alto por otro tanto de ancho.
En los relatos no se omite la descripción de los ricos frutos que se cosechaban en la quinta familiar ni tampoco las jornadas en las que se sacrificaban a los cerdos para que en la tienda se vendiera la carne, la manera en la que lo que sobraba era salado para su debida conservación y qué decir de la preparación de la chicharra en un enorme caldero al que se echaba la piel del marranito.
Sin duda, una gran obra que nos transporta a esas épocas en las que no había más transporte que el caballo en veredas, ni siquiera electricidad, algo impensable en la actualidad.
Texto y fotos: Manuel Pool