Carlos Hornelas
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Se suele fechar en 1215 el documento fundamental que establece los límites del poder del Rey soberano y sienta las bases de las libertades que a la postre culminaron en la democracia moderna, se trata de la llamada Carta Magna. Efectivamente, este hito establece que el poder del Rey está limitado por las leyes: que su voluntad no es de absoluto cumplimiento, algo que se viene manejando en la doctrina del derecho y la teoría política desde hace más de ocho siglos.
En una república, el poder político y la soberanía del Estado está dividido en tres funciones o poderes: el ejecutivo, el legislativo y el judicial, los cuales establecen límites y contrapesos para evitar los abusos o excesos de los otros. De hecho esa es la razón primordial por la cual el mismo congreso se divide en la cámara alta (Senado) y la cámara baja (diputados), a fin de evitar que puedan coaligarse con algún otro poder.
Desde Hobbes hasta Montesquieu, pasando por Loewenstein, algunos teóricos de la política han querido señalar la preponderancia del poder ejecutivo sobre los otros dos.
Luis XIV, con 16 años de edad, y no precisamente con la madurez necesaria, ni la experiencia ni el conocimiento de causa, se habría dirigido a un parlamento francés reclamando para sí el poder soberano absoluto a través de la frase “El Estado soy yo”.
De manera pragmática, dos personajes de la política americana han llevado esta tesis hasta sus últimas consecuencias, a fin de brincarse la ley y hacer su voluntad.
Richard Nixon, por su parte, en una entrevista con David Frost, declaró, una vez que se vio enfadado por el cuestionamiento, que sí había espiado a sus contrincantes políticos y usado todo el poder del Estado en su contra de manera deliberada y con propio conocimiento de las implicaciones legales y habría dicho en ese entonces que “cuando el presidente hace cosas ilegales es porque está por encima de la ley”, lo que terminó por defenestrar su carrera política y lo orilló a presentar su renuncia avergonzado y disminuido.
En fechas recientes, el mismo Dick Cheney, considerado el vicepresidente más poderoso del mundo, históricamente hablando, defendió la necesidad de pasar por encima de las leyes con tal de erigir un Estado de excepción para garantizar la seguridad nacional y mundial tras los atentados del llamado 9/11. Lo demás poderes simplemente estarían, desde su perspectiva, como auxiliares del poder ejecutivo.
La semana pasada el presidente López Obrador se sumó a esta pléyade de personajes históricos cuando reveló el número de una reportera en una de sus conferencias mañaneras. Cuando se le cuestionó acerca del peligro que podía representar para la periodista, simplemente espetó es que “ahora la vida pública es más pública” y aconsejó más adelante que si sentía que estaba en peligro bien podía “cambiar su número telefónico”.
Lo más preocupante vino después, cuando en un ataque de egocentrismo delirante, al responder sobre la extralimitación legal de sus actos, aseveró que “por encima de la ley está la autoridad moral de su investidura presidencial”, erigiéndose como Luis XIV, en la razón de ser del Estado: estar por encima de las leyes.
Un presidente, cuando presta juramento al inicio de su mandato, declara, sacramentalmente, defender y proteger la Constitución y las leyes que de ésta emanen. Con ello, se puede colegir que el poder no es intrínseco a su persona ni a su dignidad, sino que le es conferido merced a la Constitución. Este pataleo nos alerta porque no queremos que el día de mañana el presidente pueda desestimar, por ejemplo, la ley electoral y nos recuerda a un candidato que, en un pasado mandó a volar a las instituciones.