Mario Barghomz
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En el principio (Génesis I) no hubo niños. Dios creó de manera directa a un hombre (Adán) y luego a una mujer (Eva). Ni siquiera sabemos que Abel y Caín, o después Set, hayan sido también niños. Pero es de este mito que los occidentales hemos aprendido (unos más que otros) a creer y entender el nacimiento de la vida. Razón y Fe -dice santo Tomás-.
Pero en la vida real, en lo concreto y evidente por supuesto fuera del mito, en lo estrictamente humano; el hombre nace de otra manera. A partir quizá de un deseo o de un querer apasionado, o definitivamente del amor que siempre, y sin lugar a dudas, debe ser lo más ideal. Todo niño en este planeta debería ser producto del amor, y no de otra cosa que lo afectará el resto de su existencia.
Y todo comienza con una célula, con un pequeño óvulo al que fecundará un espermatozoide (dos gametos dicen los científicos) que luego de una azarosa lucha en su recorrido hasta el óvulo, dará pie al milagro de la vida.
Y también lo increíble comenzará después de tres semanas en que el pequeño cigoto iniciará el desarrollo de su cerebro y su médula espinal (su sistema nervioso central SNC y periférico SNP). Y en él también la “ontogénesis”, es decir, en el nacimiento de ese ser, iniciará la “neurogénesis” (aparición de neuronas) a partir de células madre que crearán cerca de cien mil millones de neuronas que, luego de creadas, tomarán su lugar en cada una de las áreas de nuestro cerebro humano, hasta que la persona (el ser creado) cumpla alrededor de 25 años en que su cerebro dejará de desarrollarse y crecer.
Científicamente a partir de los 25 años en que la personalidad e identidad de una persona ya estarán determinadas por la naturaleza propia de lo humano, no sin la flexibilidad y los cambios que pudiera presentar por contexto, relaciones o ambiente, el cuerpo comenzará su proceso de envejecimiento.
Ya desde muy temprano el cerebro de un niño es un universo de conexiones (sinapsis) y podas (desconexiones) para que en ese proceso se vaya conformando su personalidad y carácter. Será la oxitocina de la madre y otras hormonas propias también de ella; las que le den al niño la seguridad y el placer de ser amado.
Los niños que por una u otra razón carecen de ser amamantados y abrazados por su propia madre, lo más probable es que presenten problemas de crecimiento y desarrollo más tarde. El ambiente mismo donde se desenvuelvan será determinante para su bienestar y salud no solo física sino emocional.
Un niño debidamente no atendido durante sus primeros dos años en que su cerebro comenzará a definir conexiones neuronales más permanentes a través de un proceso de “poda sináptica”, se desconectará del placer y el gozo de sentirse amado para vivir posteriormente con esta carencia que con el tiempo derivará en trastornos de ansiedad, depresión y temor. Y luego, también, en incapacidad cognitiva y poca inteligencia emocional, si no es que en el desarrollo temprano de enfermedades autoinmunes antes de su proceso de envejecimiento.
Al respecto se cuenta hoy con mucha evidencia científica, respetando, por supuesto, todas las variables y las excepciones a la regla a la que la misma naturaleza humana da lugar. Lo importante es entender lo significativo de la vida infantil que más tarde determinará el fracaso o el éxito posterior de su devenir.
Amar y cuidar debidamente de un niño, será sin duda aquello que Dios siempre apreciará de nosotros, y aquello, también, a lo que la naturaleza misma nos conmina con el ejemplo de la vida animal (no racional) que nos muestra como una madre cuida de su cría, a veces, arriesgando su propia vida.
Todos los niños son niños de Dios, porque de una u otra manera, con fe o sin ella, le pertenecen en el universo metafísico de su identidad. Porque también, y a ciencia cierta; ¡la vida sigue siendo un misterio!..
¡Que vivan los niños!
A mis dos nietos: Ivanna y Francisco.