Es fácil creer que el mundo que nos es familiar, en el que hemos vivido y crecido y el que nos ha organizado el pensamiento, es el orden más natural. Queremos pensar que nuestra forma de vivir, nuestra cultura, es la obvia, la que se sigue lógicamente y de manera necesaria de la realidad “objetiva”, no construida socialmente. Que vestirnos como nos vestimos es una necesidad natural, por ejemplo, o que nuestras casas, los espacios que habitamos, tienen la forma u organización más lógica y aceptable. Este mito implícito en nuestro día a día, el mito de que nuestra sociedad tiene la verdad sobre el cómo vivir, es a lo que se enfrenta el libro llamado Los Papalagi, escrito por Erich Scheurmann en 1920.
El autor describe, desde los ojos de un miembro de una tribu de Samoa, en Oceanía, la vida de los “Papalagi”, que significa “los blancos” en el idioma de la tribu. Estos Papalagi tienen costumbre muy peculiares: se cubren todo el cuerpo, incluso cuando hace calor, porque creen que la carne es mala. Viven en residencias de piedra con aberturas de diferentes tamaños, no se saludan aunque vivan metros de distancia, veneran pedazos de papel y el tiempo de una manera fanática… Por medio de estas descripciones, Sheurmann va obligando al lector a reconocerse a sí mismo en los Papalagi; a reconocer nuestra cultura occidental desde una perspectiva radicalmente ajena. Pinta nuestra cultura desde afuera, y resulta una experiencia desconcertante descubrir que esa gente extraña, con costumbres arbitrarias y hasta cómicas, somos nosotros.
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