Los que leen en los panteones

Jhonny Eyder Euán
jhonny_ee@hotmail.com

Cuando llega noviembre los cementerios se iluminan. Las tumbas se llenan de flores y muchas personas van a visitar a sus familiares fallecidos. Al panteón se va a recordar a los seres queridos; hay nostalgia, algunas lágrimas, oraciones, personas que observan las tumbas con parsimonia y también hay personas que leen.

Pero no leen cualquier cosa. La llegada del Día de Muertos amerita sacar las cartas que se escribieron para destinarios que ya no están entre nosotros. Leer frente a las tumbas es otra forma de sentir que los difuntos se mantienen cerca, que pueden escuchar y hasta sonreír con viejas anécdotas.

Algunos de los que leen en los panteones no acuden para principios de noviembre. Muchos prefieren la soledad de una tarde cualquiera a mitad de semana o los sábados desde muy temprano. En mi caso, prefiero las mañanas como la de hoy; grises, frescas, casi deprimentes como suelen ser las de noviembre. Hoy vine a leerle a un amigo del que no pude despedirme por comportarme como un idiota.

“Cuando nos conocimos no te fijaste en mis zapatos desgastados, mucho menos en mis modestos cuadernos que no se comparaban con tus lindas libretas de doble pasta. No te fijaste en mi carencias sino en mí, y eso siempre te lo agradeceré porque me permitió conocerte y saber que sí existe la amistad.

Me enseñaste tanto, querido amigo, fuiste un gran maestro y un extraordinario compañero que hoy me hace tanta falta. Estudiamos juntos varios años y cuando cada uno se separó para definir su camino nunca dejamos de estar en contacto. En mi teléfono siempre hubo un mensaje, una llamada tuya.

Fuiste un hermano al cual le podía pedir consejos o favores sin nada a cambio. Te extraño tanto y no sabes lo mucho que lamento que nuestra amistad se haya acabado de una forma tan absurda. Te pido perdón por dejarme vencer por la envidia y los celos. Admito que me molestaba que tu vida fuera exitosa y llena de comodidades.

Me cegó la envidia y lentamente me fui alejando de ti, cuando lo único que querías era rodearte de gente buena. No fui a tu boda ni te llamé cuando nació tu primer hijo. Simplemente me alejé y hoy estoy tan arrepentido. Por vergüenza no fui a visitarte al hospital ni siquiera cuando los doctores afirmaron que no superarías el cáncer.

Perdóname, amigo. Te fallé y hoy mi corazón llora por ti. Quisiera volver a verte y decirte muchas cosas, darte un abrazo como cuando éramos adolescentes y no nos importaba que nos tacharan de maricones. Espero encontrarte en otra vida, mientras tanto, intentaré ser una mejor persona, una que no tenga miedo de pedir perdón”.

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