Por: Roberto Dorantes
Un niño de cinco años pedía a su mamá, mientras su padre lo abrazaba para tranquilizarlo, percibí cierta angustia y vergüenza del papá, el niño gritaba más fuerte que quería a su madre, la mirada de su padre me causó compasión, le pregunté cómo se llamaba el niño, Fernando me dijo; mucho gusto Fernandito, lo saludé; luego cuestioné a su papá por qué lloraba a su mamá, es que ella siempre lo trae a su quimioterapia pero hoy no pudo, a mí me tocó traerlo hoy; Resulta que Fernandito es un niño autista, que está en tratamiento de quimioterapia por un cáncer que tiene; su papá, después se sonrió y me comentó los siguiente: gracias a Dios es la última quimioterapia que recibe porque ya venció el cáncer, y tan sólo quedará un tratamiento temporal, Dios es bueno.
Esta anécdota que me sucedió la semana pasada me dejó con un grato sabor de boca, y me hizo reflexionar sobre la misericordia de Dios. Jesucristo cuando empezó a predicar en Cafarnaúm, en el territorio de Zabulón y Neftalí, como había vaticinado Isaías: “El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte una luz brilló”, empezó en un lugar desconocido, ante una sociedad marginada, como era Cafarnaúm.
Cuántas familias desconocidas como la de Fernandito viven una historia de dolor; el sufrimiento no se puede evitar, cada quien vive su propia historia, una mezcla de alegrías y tristezas, cada uno vive sus propias “tinieblas”; sin embargo, los momentos de dolor son las que causan mella en la vida de las personas, el dolor causa gran daño, por eso la esperanza en Dios es indispensable en nuestras vidas, pues, dicha confianza es la luz en nuestras vidas.
El tema principal de la predicación de Jesucristo es “la conversión porque está cerca el Reino de Dios”, la visión de Dios, el gozo del Señor, la entrada en el descanso de Dios; considero que este reino se empieza a vivir en esta vida temporal cuando después de un gran dolor viene la calma, pero la plenitud de la felicidad la obtendremos con nuestra conversión para llegar a la visión beatífica.
Ante el dolor “sólo Dios sacia”, ante las tinieblas del pecado, causa de todo sufrimiento del hombre, la luz de Cristo, solamente en el Reino de Dios se eliminará todo sufrimiento, “allí descansaremos y veremos; veremos y nos amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que acontecerá al fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino llegar al Reino que no tendrá fin? (San Agustín, De civitate Dei, 22,30)