Me cansé de ver pasar el dinero
Por Manuel Triay P.
Uno de mis maestros en la materia solía decir: La mayor parte de nuestros políticos, forjados en la escuela de símbolos y reglas no escritas, sigue creyendo que un evento es noticia hasta que se publica en el periódico impreso; el papel materializa el éxito o agrava los fracasos. Nada satisface más a un político que mancharse los dedos de tinta leyéndose a sí mismo.
Por esa razón este país, que vende casi 9,000 millones de pesos de publicidad en internet, sigue encontrando entre las páginas de los diarios esos remanentes del siglo XX llamados “desplegados”, además de inserciones donde el político –tantos gobernantes como aspirantes al poder– agradecen por igual un apoyo del “Señor Presidente”, una visita, la inauguración de una obra con todo y casco de ingeniero, o el reparto de pollitos y de estufas ecológicas.
“La vanidad –escribió Robert Louis Stevenson– muere con dificultad. En algunos casos, sobrevive al hombre.”
A lo largo de nuestra vida profesional hemos aprendido que un gobierno fuerte requiere de una oposición fuerte y éste, encauzado debidamente, debe ser el papel de la prensa. Informar con veracidad, abrir espacios a todas las corrientes del pensamiento, construir en el más amplio sentido de la palabra y ser el cauce que nos lleve a la democracia que tanta falta le hace a México.
Así las cosas, movidos por la necesidad económica y la gran competencia de las redes sociales, los periódicos en su gran mayoría, y los portales de internet también, están al servicio del mejor postor y concretamente al servicio del poder político que con dinero del erario, con nuestros impuestos, no se concreta a comprar espacios en los medios: compra SILENCIO. No te pago por lo que publiques: por lo que calles.
En nuestros inicios, hace casi cinco décadas, los ingresos de los periódicos por concepto de publicidad oficial eran mínimos, no rebasaban en la mayoría de los casos el 7 u 8 por ciento, federal y local, y todos los desplegados o publicaciones pagadas tenían forzosamente que ir en cuadro o con un I.S al calce, “inserción solicitada”, para que el lector supiera diferenciar que aquella publicación no llevaba el aval del periódico.
De hecho, la información oficial circulaba acompañada de una advertencia: “según se informa en un boletín…”. Esa pequeñez marcaba una gran diferencia que le permitía al lector saber exactamente qué le constaba al periódico y qué no, en qué podía confiar de acuerdo con la credibilidad del medio.
Ni internet, ni sus redes sociales causaron en mí tanta sorpresa como lo fue el enterarme de una mala práctica o concubinato que comenzaba a corroer a la prensa escrita. Lo primero que llegó a mis oídos fue que en Quintana Roo el gobierno tenía convenios con los medios, a los que fijaba una cantidad mensual, que podía crecer pero nunca disminuir, a cambio de espacio: la formalización de una práctica deleznable.
Al principio no le daba crédito, me era difícil aceptarlo pues a mis años suponía que ya lo había visto todo, y al paso de los días mi sorpresa fue creciendo, pues aquel cáncer que se enraizaba y atacaba directamente el derecho de nuestros lectores a la información, ya se encontraba en Yucatán y ganaba terreno con un gobierno que nos había ofrecido transparencia como principal garantía de cambio.
Aquella práctica malsana –bendita según algunos propietarios de medios– había cobrado fuerza. Nuestra gobernadora le echó más combustible y esa fuerza de combustión no se ha detenido, crece al paso de los días, corrompe y avasalla.
En nuestro medio había una fortaleza, significativa a tal grado que sus integrantes la considerábamos como el sitio ideal para preservar la moral y los derechos de los yucatecos, baluarte periodístico, vanguardia de oposición con miras al buen gobierno y sólido puente hacia la democracia que hasta hoy requiere México.
Sin embargo, golpeada por sus necesidades económicas que se acentuaban conforme el avance de las redes, aquel nuestro castillo que considerábamos infranqueable duró menos que Jericó, la población de Cisjordania cuyos muros Josué derruyó con sólo darle siete vueltas a su derredor.
Igual que Jericó en Palestina, lo que cientos de periodistas ilusos considerábamos el último baluarte del periodismo y la ética cayó abatido al sonido de una voz, capaz de sacar de su tumba al viejo del bastón y la palabra firme, su fundador: “Ya me cansé de ver pasar el dinero”, dicen que dijo quienes la escucharon. Hoy todo espacio tiene precio, y por sus páginas corre tinta impregnada de presupuesto, y autoridades y políticos aspirantes firman convenios y se retratan y son felices.
En nuestra prensa local, y hablo de los medios en general, la palabra moral parece haber mutado al árbol que da moras, el silencio se hace cómplice de la rapiña de nuestros gobernantes, el derecho a la información cedió su espacio a la necesidad o la avaricia, y la letra escrita de los periódicos se lee con signos de desconfianza, la desconfianza que a nuestro juicio es hoy el peor enemigo de nuestro país.
A todos aquellos medios que no han cedido a los embates de un convenio oficial, y desde luego que no lo hayan buscado, ofrezco mil disculpas… y a ustedes, gracias por su tiempo y por esta oportunidad.