Mario Barghomz
mbarghomz2012@hotmail.com
Viajar a veces es un descanso, un desahogo, un placer si se viaja con la familia o los amigos. Pero los mejores viajes son los que se hacen por placer y con la gente que más quieres; los que son felices si te ven feliz a ti, o tú eres feliz viéndolos también felices a ellos. De eso habla Marco Aurelio, el filósofo estoico, de la felicidad que da viendo felices a los otros.
Naturalmente nuestras maletas iban repletas de ropa térmica, licras, sweaters, sudaderas, medias, guantes, bufandas y gorros de estambre y lana, botas para la nieve, más el ánimo y el entusiasmo para pasar diez días bajo 10, 15 o 20 grados bajo cero. (Qué locura para caribeños que toda su vida han vivido al nivel del mar sobre la playa, a 24, 30 o regularmente a 36 grados arriba del cero).
Los días nos amanecían a las 11 de la mañana y terminaban a las cinco de la tarde. La mitad de lo que nosotros vivimos regularmente en México. Levantarse por la mañana en el norte de Canadá, en la capital de Whitehorse, territorio de Yukón, donde pasamos los primeros dos días, a las siete de la mañana, era levantarse todavía bajo la oscuridad. Pero cada amanecer en Whitehorse a las 11 de la mañana en que veíamos despuntar el sol sobre las montañas, sin duda fue algo además de atípico, espectacular. Sobre todo, porque debajo de él (del amanecer) y el cielo que a pesar del frío aparecía azul para iluminar el bosque nevado, de pinos tapizados siempre de blanco; nos esperaron siempre para salir a disfrutarlos.
Aunque mi placer de antemano, fue suficiente simplemente mirándolo detrás de la gran ventana que dividía el comedor del bello espacio nevado. Mi gozo se acompañaba de una taza de café y la alegre compañía de mis nietos que tomaban chocolate caliente (bebida típica de Canadá) con malvaviscos, sin descontar el cálido ambiente interior que nos proporcionaba una chimenea siempre encendida.
La idea de visitar primero Whitehorse es que figura en el mapa de invitación turística como el lugar perfecto para ver las auroras boreales que mis hijas querían ver. Cosa que hicieron viajando un par de kilómetros más al norte, rentando un tour que las llevó al lugar del suceso. La evidencia de esos cielos teñidos de verde, azul, rojo y púrpura ahora está en sus teléfonos. Ellas, ¡encantadas!
Ahí mismo y como parte también de nuestras actividades, fuimos luego precisamente a Yukón, a montar motos de nieve a través del lago de Yukón que permanecía congelado, y luego en ascenso por las montañas, serpenteando un camino propio de un cuento de invierno, hasta llegar a la cima y ver desde ahí, el pueblo y la llanura completa de Yukón. La vista desde ahí fue simplemente épica y monumental.
Luego de dos días viajamos a Columbia Británica. Llegamos por la tarde y tuvimos tiempo de visitar su museo acuático donde mis nietos se fascinaron con cada una de las especies de la fauna marina propia de la región. Al día siguiente, en Whistler, mis dos hijas habían dispuesto que hiciéramos un recorrido en helicóptero que nos llevaría a través de los glaciares del Parque Provincial Garibaldi. Ahí mismo, en la punta de la montaña más alta, la nave hizo un descenso que nos permitió bajar, sacar fotografías y mirar el extraordinario panorama en medio absoluto de la nieve. La adrenalina y mi sistema simpático invadieron mi corriente sanguínea. ¡Bello y extraordinario, Dios!
Un día después, ahí mismo en Whistler, cede también de competición y reunión de esquiadores de todo el mundo; fuimos a esquiar. La experiencia fue renovadora, la vista y el entorno lleno de hombres, mujeres y niños deslizándose y atendidos también (como en mi caso) por un joven instructor con la paciencia y la entereza suficientes para enseñarme a usar los esquíes; me dejaron con el ánimo y el gozo de tal experiencia, en el corazón. Un corazón que le agradece a mi familia, el haberme llevado a ese viaje que a veces, sólo en sueños, puede tenerse. Y si lo comparto es con el deseo de que alguna vez, quienes me leen, puedan si lo desean, hacerlo también.
El epílogo fue pasear el último día por el puente colgante de Capilano, en el distrito de Vancouver; ¡una belleza turística!.
¡Gracias Dios!