Por Manuel Alejandro Escoffié
En 1890, Rudyard Kipling publicó un poema que comienza con las siguientes líneas:
Cuando los rayos del sol recién nacido cayeron por primera vez sobre el verde y el dorado, nuestro padre Adán se sentó bajo un árbol y talló el molde con un bastón. Y el primer esbozo que el mundo vio alegró su corazón, hasta que el Demonio susurró detrás de las hojas: “Es bonito… ¿Pero es arte?”
¿Qué es el arte? ¿Cómo se define? ¿Quién lo define? ¿Con qué criterios se establece? Si en el Siglo XXI apenas nos ponemos de acuerdo en las respuestas a estas interrogantes, no quiero ni pensar qué nos hace suponer que sabemos a qué nos referimos cuando hablamos de “cine de arte”. Desde hace tiempo, el término se ha visto asimilado por el discurso público con la misma ligereza de un bebé examinando la pistola Magnum 44 que acaba de encontrar en el cajón de su padre.
Pocos comprenden que, semánticamente hablando, jugar con algo así puede llegar a ser mortal. Muchos llaman “cine de arte” a toda película que, en la maravillosa diversidad de su vocabulario, les parezca “difícil” o “un poco extraña”. Cuando utilizan palabras tan simplistas, caigo en la cuenta de que no ven tanto cine como deberían. Pero sí además de eso incluyen en la misma categoría a cualquier drama mínimamente realista cuya única diferencia real con los blockbusters veraniegos consiste en estrenarse durante los últimos meses del año (periodo ideal para contendientes en temporada de premiaciones), también caigo en la cuenta de que no tienen idea de lo que están diciendo.
Para entender mejor el despropósito, es preciso reconocer que el concepto entendido como “cine de arte”, por lo menos teóricamente, sí existe. Críticos y académicos no tienen empacho en definirlo como un cine “con cualidades que lo separan del mainstream hollywoodense”; entre ellas un énfasis en el estilo autoral del director o en ciertos pensamientos, sueños y motivaciones de los personajes. Algunos de estos mismos académicos, como David Bordwell, van todavía más lejos al considerarlo “un género con sus propias convenciones”. Otros, sabia y prácticamente, se limitan a referirse a ello como la producción fílmica pensada para un nicho reducido de mercado, y, por consiguiente, con objetivos más artísticos o estéticos que comerciales. Por sí mismas, estas definiciones gozan de mi bendición. Mi rechazo está dirigido más bien a la necesidad de bautizarlas con el vocablo de “arte”. En el contexto pobremente intelectual que hoy nos envuelve, “Arte” es lo que los snobs utilizan para marcar insufribles divisiones de sensibilidad entre las clases sociales. Es todo lo que el espectador casual necesita para dar por hecho que la película en cuestión lo hará sentirse como un idiota y huir de ella. Aún peor: es la palabra mágica con la que conglomerados como Cinépolis se sienten con el derecho de castigar a títulos que no comprenden ni valoran con horarios de mala muerte.
Llamar “de arte” a cualquier arte es todo menos un cumplido. Es una degradación. Un desprestigio. Un estigma. Y como la letra escarlata en la homónima novela de Nathaniel Hawthorne, más que de la vergüenza de su portador, es un recordatorio de aquella con la que merece vivir quién la impone.