Ángel Canul Escalante
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En psicología infantil, Donald Winnicott acuñó el término “objeto de transición” para referirse a aquellos elementos que un niño genera para obtener consuelo psicológico en situaciones de estrés o angustia. Los objetos de transición, comúnmente mantas, almohadas o peluches, son un vínculo que simula un lugar de reposo a través de un puente tendido siempre a la realidad y al otro. Esos objetos brindan seguridad y confianza al niño, quien habla y se aferra a él como si se tratara de otra persona. El objeto de transición es insustituible porque precisamente encarna a otro, se convierte en una cosa querida.
Mediante un pasaje del famoso libro “El principito”, Antoine de Saint-Exupéry nos explica lo que es una cosa querida. En el primer encuentro con el zorro, el pequeño príncipe le propone que juegue con él, a lo cual el zorro se niega respondiendo: “No puedo jugar contigo. No estoy domesticado”. El principito se disculpa y luego de unas palabras y tras haber insistido preguntando sobre el significado de “domesticar”, el zorro responde: “Es algo demasiado olvidado. Significa crear lazos. […] Pero, si me domesticas, tendremos necesidad uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo. Yo seré para ti único en el mundo”. El objeto de transición es una cosa querida en tanto se vuelve “único en el mundo”.
Hoy de la única cosa que tenemos necesidad es el smartphone. El adulto entra en desesperación cuando no lo tiene consigo. Incluso tiene que estar a un lado suyo o sobre la mesa, aunque no esté siendo usado. El smartphone, sin embargo, no es una cosa querida, no posee ese carácter insustituible, por el contrario, lo primero que uno quiere al conseguir un smartphone es cambiarlo por el siguiente modelo. Con el smartphone no se desarrolla una relación íntima con si se tratara de un otro, tampoco nos brinda un espacio seguro, en realidad, hace que nos sintamos más solos y ansiosos. El smartphone es el dispositivo narcisista por excelencia, mediante él, uno sólo se relaciona consigo mismo.
La cultura del hiperconsumo es incompatible con las cosas queridas, nunca alcanzan a tener una belleza triste que narre historias. Ahora serán las cosas quienes nos tengan a nosotros. Con el advenimiento del Internet de las cosas el temor de Ida cobra más sentido, pues supone un cambio drástico a la forma en la que nos relacionamos con las cosas. Cada objeto doméstico capaz de recolectar información, sobre todo aspecto de nosotros, promete confort y la optimización de la vida. La casa inteligente recopila datos del usuario con el fin de aumentar la productividad y el rendimiento físico y mental. Pero, tal como sucedió con el smartphone, estas nuevas tecnologías no suponen una mayor libertad sino su explotación. El internet de las cosas no vuelca a los hogares a ser espacios más libres sino por el contrario, es el fin de la privacidad y el surgimiento de prisiones inteligentes.
Hoy vivimos siendo dependientes de las no-cosas. Consumimos en internet una tras otra información pasmados frente a la pantalla. Gracias al smartphone esta actividad se ha vuelto omnipresente. Andamos por las calles con la cabeza inclinada como símbolo de reverencia y dominación en el que el entramado digital nos tiene.