No te creas

 

¿Por qué te acercaste a hablarme el día que nos conocimos? ¿Por qué te gusto hoy? ¿Te seguiría gustando si engordara, si envejeciera, si fracasara? Puedo recibir respuestas muy sinceras a estas preguntas, y aún así quedar insatisfecha, insegura. Puedo sentir que estas respuestas, aunque no sean mentiras, son falsas. Al explicar por qué preferimos lo que preferimos, la sinceridad no parece ser suficiente.

Petter Johannson, un psicólogo sueco, hizo un experimento: Le mostraba a un hombre fotos de dos mujeres, y le preguntaba cuál le gustaba más. Una vez que el sujeto escogía, cambiaba las cartas sin que éste se diera cuenta: le mostraba al participante la carta que NO había escogido y le pedía que explicara su “decisión”. La mayoría no se daba cuenta del truco y explicaba, sin dudar, qué cosas de la foto falsa (la que no habían elegido) les habían “hecho preferirla”. La gente estaba convencida de que esas razones habían guiado su decisión, y cuando les decían que no habían escogido esa foto sino la otra, no se lo creían.

Johansson extendió la investigación. Les pidió a otros participantes que llenaran una encuesta de opción múltiple acerca de posturas en el ámbito político: ¿qué tan a favor están de que suban los impuestos para los más ricos? ¿o de que el gobierno regule más la economía? ¿o de que se acepten más inmigrantes extranjeros? Después, cambiaban la hoja por una falsa, con respuestas diferentes y les pedían que explicaran sus respuestas. Pocos se dieron cuenta del cambio, y la mayoría, como en el caso de las fotos de mujeres, creían tener buenas razones para tener las “preferencias” que tenían. El fenómeno se llama “ceguera a la elección” (choice blindness), y señaló algo grave: No conocemos nuestras preferencias; nos observamos al tomar decisiones, y construimos explicaciones que las justifiquen. De la misma forma en la que observamos a los demás tomar decisiones y formulamos teorías que expliquen sus preferencias.

Me asusta pensar que nos pertenecemos tan poco. Porque muero de ganas de creer cuando escucho “te querría de todas formas”, pero sé que la respuesta, por más sincera que sea, no importa. Ni él lo sabe, y exigir una promesa suena absurdo. Tal vez se puede prometer compromisos, pero prometer preferencias es ser como ese papá en todas las películas apocalípticas que le promete a su hijo que “todo irá bien”, mientras ve el mundo caerse.

Petter Johansson le ve un lado bueno al fenómeno: si podemos imaginarnos teniendo todo tipo de posturas en política y en ética, si podemos encontrarle razones a cualquier preferencia, el diálogo es posible. En realidad, no estamos clavados en nuestras posturas ni estamos tan seguros como creemos. Si aceptamos que pensamos cosas sin saber por qué, es una obligación dudar de nosotros mismos. No creernos todo lo que pensamos. Y darnos permiso de cambiar de idea.

Por María de la Lama Laviada*
mdelalama@serloyola.edu.mx

* Yucateca. Estudiante de Filosofía en la Universidad Iberoamericana.

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