Carlos Hornelas
carlos.hornelas@gmail.com
No hay plazo que no se cumpla. Mientras las arenas del reloj siguen cayendo indefectiblemente y se acercan las elecciones, los cargos en contra del expresidente Donald Trump se acumulan en las cortes de Estados Unidos.
En una república, los poderes están divididos para que el poder no recaiga en una sola persona o corporación. Así, la principal misión de cada rama del Estado es la vigilancia (Watchdogs) y la contención de los otros dos a través de un sistema de balances y contrapesos para lograr el equilibrio (checks and balances, como dicen los americanos).
Cuando uno de los poderes o ramas del Estado se extralimita en sus funciones, pongamos el ejecutivo, a través de las decisiones presidenciales, tanto el legislativo como el jurisdiccional deben intervenir para regresar a su cauce la dirección del gobierno.
En la presidencia de Trump vimos un particular estilo de gobernar que en algunas ocasiones trató de socavar este equilibrio. En el caso de la conformación de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y en el nombramiento de jueces federales que habían quedado pendientes en el mandato de Obama, por ejemplo. Los republicanos en ese entonces aguantaron la presión e impidieron dichos nombramientos hasta el arribo del millonario al poder para contar con aliados a modo.
En pleno 2023 el control que Trump ejerce de facto en el Congreso permitió nombrar desde allí una comisión que investigara los motivos de Biden para abandonar Afganistán y “dejar todo el poder a los talibanes. Asimismo, la Cámara de Representantes, de mayoría republicana ha tratado de impedir que numerosas iniciativas demócratas y modificaciones a las leyes tengan salida en el tiempo que le resta a la actual administración.
Las acusaciones más graves por las cuales el ex presidente está siendo juzgado tienen que ver directamente con sus aspiraciones por volver al poder y desde allí tratar de controlar absolutamente al Estado en su conjunto.
Ante el anuncio de la victoria de Biden en las pasadas elecciones, Trump hizo sendos llamados a sus seguidores a desconocer los resultados de los comicios, acusó fraude electoral, erosionó la confianza en el órgano electoral, en su objetividad y en su certeza. Llamó a tomar el Capitolio a sus seguidores, trató de revertir los resultados en Georgia. A sabiendas de su mal obrar emitió mensajes que reiteraban la falsedad del proceso y las difundió ampliamente.
A ello habría que sumar que, durante su campaña electoral en 2016 ordenó a su abogado pagar a una actriz porno por sus servicios, y hacerlo pasar como gasto legal, violando las leyes de financiamiento electoral.
Desde los primeros días de su mandato, Trump estableció una relación ríspida con la prensa. Los llegó a llamar “enemigos del pueblo”, y los calificó como los “seres más deshonestos de la Tierra”. En ocasiones, en sus conferencias de prensa se reservaba el derecho de admitir a algunos periodistas y de prohibir a otros su ingreso al recinto en el cual se encontraba. Decía tener una “versión alternativa de los hechos”, que muchas veces era presentada por su vocera y acuñó para la posteridad el término “fake news” para referirse a lo que publicaban los medios de comunicación que no le simpatizaban.
Tal vez sea muy mal pensado, pero no dejo de ver coincidencias de uno y otro lado de la frontera. Sin embargo, paradójicamente, no existe impedimento legal en el sistema de justicia de la Unión Americana que le impida a una persona ser candidata (y ganar) a la presidencia si en el momento de la votación se encuentra presa.