Nuestro bien o mal genético

Mario Barghomz
mbarghomz2012@hotmail.com

Las historias típicas de las enfermedades comunes obedecen a un canon de conocimiento establecido por la experiencia. Tanto las enfermedades que ameritan una intervención quirúrgica como todas aquellas que simplemente se atienden con medicamento, responden a etiologías (historia de la enfermedad) que se respaldan en la experiencia médica. Es decir, que los médicos ya saben cómo curarlas.

Pero aquellas otras que aunque también populares pero extraordinarias en el devenir histórico de los padecimientos humanos, como el cáncer, el Alzheimer o el Parkinson, responden no tanto a ninguna experiencia para su curación (porque no la hay), sino a la exploración y a la propia reacción del organismo ante una situación particular que en tal circunstancia lo define.

En este sentido cada organismo humano obedece a su propia genética y ésta define la condición somática y orgánica de su malestar o bienestar de vida. Es nuestro genoma humano el que determina quienes somos en la estructura biogenética contenida en cada secuencia de nuestro ADN, determinado por treinta billones de células en donde también cada una de ellas aloja en su núcleo 23 pares de cromosomas. Algo así como 1,380 billones de cromosomas que mantienen el pilar fundamental del cuerpo humano.

Este universo biogenético aunque parecido, delimita en cada uno de nosotros lo que somos, los detalles mismo de nuestro género y sexo, nuestra apariencia y semejanza correspondiente a nuestra ascendencia, incluidas, además, las posibles secuencias anómalas de nuestro ADN que determinarán la factibilidad de una enfermedad heredada, una limitación o anomalía física, o la circunstancia fortuita de algún mal o daño mental o emocional.

Y aunque nuestra genética no es culpable de todo, sí lo es en la replicación o número de copias genéticas de nuestras células que determinarán una enfermedad solo posible en nuestro cuerpo. De tal manera que si en un sistema genético existe o se genera algún daño, éste será un daño particular con una etiología propia correspondiente solo a la persona que lo padezca y no a otra que viviendo bajo la misma circunstancia, o aun siendo de la misma sangre, deberá también padecerlo.

Aun entre padres e hijos, o entre hermanos, la estructura genética de cada uno es propia. Como si en el universo de nuestros treinta billones de células y entre millones y millones de cromosomas asentados sobre sus núcleos, no existiera una paridad correspondiente. Solo aquella determinada por los lazos de sangre y la identidad social y antropológica.

Sin embargo y dada nuestra circunstancia de composición genética que obedecen solo al polvo cósmico de que estamos hechos: carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno, la vida misma será también parte activa de lo que somos. Nuestro comportamiento y nuestra actitud ante cada problema y cada dilema, ante cada oportunidad y situación, determinarán también el diseño y beneficio de una vida sana. ¡No habrá salud sin un cuerpo o un organismo que la promueva, la mantenga o la busque! ¡Eso debe quedarnos claro!

El control de nuestras emociones (llamado también inteligencia emocional), la prudencia de nuestras acciones y la templanza de nuestros juicios; sin duda se reconocen hoy ante la ciencia como agentes previsores de un cáncer, de una trombosis, de una enfermedad coronaria, cardiovascular o encefálica, o aquellas otras que tienen que ver con las enfermedades mentales como ciertos tipos de psicosis, depresión o esquizofrenia, que hoy sabemos también se mantienen o se generan dentro de un rango existencial (de vida), calificando a un individuo para enfermar a partir de su propia circunstancia presente o una condición de contenido genético previo a su nacimiento.

Deberá tenerse en cuenta que tanto lo biológico como lo existencial (cuerpo-espíritu) son detonadores determinantes; marcadores somáticos y marcadores genéticos con los que se escribe el guion, bueno o malo, de nuestra existencia.

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