Nuevos tiempos, nuevas rutas

Por Mario Barghomz

Ni siquiera en el 2012 cuando el pensamiento místico y fabuloso basado en la Cosmología Maya había predicho el fin del mundo, o el mismo cambio de milenio o de siglo, el mundo se acabó ni cambió tanto como el de ahora. Me refiero a éste en el que vivimos actualmente, al del Siglo XXI de 2020. Naturalmente hablamos no de un cambio político ni social, estrictamente económico o cultural. Aunque todo ello esté implícito también de manera colateral.

En el pasado inmediato del Siglo XX hubo cambios nacionales y mundiales realmente significativos para la humanidad. El mismo cambio de siglo significó un gran salto de la era del industrialismo decimonónico y las políticas todavía imperiales, al proceso social de la economía de masas y la apertura posterior de los mercados globales, la aparición del comunismo, la conciencia de clase a partir de la Revolución Rusa de 1917, la Revolución Mexicana de 1910 que derivó en nuestro país en la amañada política de partidos, las dos Guerras Mundiales (1914 y 1940), los nuevos métodos educativos de enseñanza, la revolución cultural de 1960, la aparición de los nuevos modelos de psicoterapia basados ya no en el psicoanálisis o el conductismo, sino en el humanismo de Perls y Maslow, la Guerra Fría (1947-1991) y la caída del muro de Berlín (1989-91), y por supuesto la aparición de las nuevas tecnologías de última generación que si bien son más parte de los primeros años de este siglo, sin duda se generaron en los últimos años del Siglo XX.

Pero nada como la locura pandémica del COVID-19 que ha puesto en oración y de rodillas al mundo entero, ante el temor inminente de morir en masa o de quedarse sin espacio en los hospitales, de rebasar el equipo médico o no tener las medicinas necesarias. Y quizá tampoco sea el número de muertos o la muerte latente lo que nos asusta tanto, sino la forma de morir; como si de un Gulag en nuestra propia casa se tratara o de un campo de concentración donde el martirio de la espera, la tortura y la sentencia eran peores que la muerte misma.

Sin duda recordaremos estos tiempos como los días que nadie esperó vivir nunca. Lo recordaremos como el año del miedo a morir, del miedo a vivir ante el temor constante de caer enfermos en cualquier momento. Lo recordaremos como el año en que muchos perdieron sus empleos y otros sus negocios. Lo recordaremos como el año en que los niños dejaron de ir a la escuela y las personas mayores de sesenta años estuvieron en sus casas más solos que nunca ante el temor constante de ser contagiados por sus propios hijos o nietos.

Pero más allá de lo que luego pueda bien o mal recordarse, nos queda para los que seguimos vivos el “aquí y ahora”; el inexorable tiempo presente y el imprevisible futuro. ¿Qué haremos entonces con el resto de nuestras vidas? ¿Qué haremos ante el dilema de los nuevos tiempos?

Sin duda son tiempos de cambio, de nuevas rutas, de nuevos destinos, de renovación de nuestra vida en todo aquello que amerite ser renovado para seguir sobreviviendo. La existencia misma nos impone sobreponernos si es que aún respiramos, si es que aún sentimos, si es que aún amamos y nos queda sobre todo un buen trozo de esperanza.

Y cómo no mirar los cambios si la vida nos lo impone. Cómo no cambiar de ruta y poner sobre la mesa nuestras opciones. ¿Qué teníamos y qué tenemos ahora? ¿O es que realmente podemos seguir viviendo como si no hubiera pasado nada? Cómo actuar bajo la tormenta como dicen los textos bíblicos, bajo los escombros de lo que dejaron los fuertes vientos.

Hoy es otro día después de tantos otros contados a partir del primer día de éste suceso. Sabemos que todavía no acaba pero nosotros ya comenzamos a volver a movernos, a atrevernos a pesar de lo que sobrevenga con lo que aún hay de la contingencia.

Y así como cada uno es dueño de su propia vida, cada uno es también dueño de sus propias decisiones. Morir no está en las opciones de ningún hombre sensato, pero tampoco quedarse sin opciones ante el temor de un miedo a veces más poderoso que la voluntad misma de atender a toda costa nuestras vidas. ¡Nuestra existencia humana!

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *