Enrique Vera
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“Odio a los indiferentes. Creo que vivir quiere decir tomar partido. Quien verdaderamente vive, no puede dejar de ser ciudadano y partisano. La indiferencia y la abulia son parasitismo, son cobardía, no vida. Por eso odio a los indiferentes”, escribió Antonio Gramsci en 1917. Hoy sigue estando vigente.
La psicología, como todas las ramificaciones de las ciencias sociales, y en general toda la academia, no ha sido inmune a la hegemonía cultural del neoliberalismo. El capitalismo tiene la exitosa capacidad de fagocitar cualquier causa y mercantilizarla hasta convertirla en un producto.
Es por eso que no es extraño que la formación de psicológica haya estado y esté todavía impregnada de valores hegemónicos del neoliberalismo directa o indirectamente: el culto al yo, el individualismo, la separación del sujeto del hecho social, de su entorno. Se han estado formando psicólogos que están más preocupados por “emprender” una cuenta en redes sociales, convirtiéndose en un producto, que en ser sujetos con el suficiente pensamiento crítico para analizar, por ejemplo, el impacto de la condiciones materiales de los usuarios que acuden a un consultorio.
Existe una psicología aséptica, de red social, con frases vacías en tonos pastel, con imágenes donde los psicólogos no son más que avatares que no muestran ninguna imperfección y parecería que ni siquiera sudan.
Hay que volver a empapar a la psicología de las ciencias sociales. El conflicto del sujeto no sólo sucede adentro de sí mismo sino en relación con su contexto. No puede ser que un profesional de la salud mental no sepa cuánto cuestan las cosas: cuánto cuesta un litro de aceite, un litro de leche, el transporte, cuánto cuesta la vida; cómo afecta la inflación, cómo afecta una guerra internacional a nivel regional; un profesional con criterio que sepa analizar y comprender cómo la desigualdad de nuestras sociedades tiene un impacto en la salud mental de los ciudadanos y cómo las decisiones de los políticos repercuten en la vida de la gente con sus políticas públicas. Por eso, desconfiemos de aquellos psicólogos que se definen como “apolíticos”; que no opinan, que no dicen nada, que miran para otro lado. Esos son el peso muerto de la historia.
Parafraseando al gran Bertolt Brecht, el peor psicólogo es analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precios del pan, de la harina, de la gasolina, del vestido del zapato, de las medicinas, dependen de decisiones políticas. El peor psicólogo es tan ingenuo que se enorgullece y se ensancha el pecho diciendo que desprecia la política. Y no se da cuenta que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado y el peor de todos los ladrones, que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales.
Necesitamos que dejar atrás una psicología aséptica y superficial y hacer una psicología con olor a tierra mojada que deje de hablar de los problemas de la gente en aulas con aire acondicionado, que reflexione que casi siempre recibir atención psicológica es un privilegio y no un derecho y salga a la calle a ensuciarse un poquito los zapatos.
Con todo esto, quiero aprovechar el espacio para elogiar a lo que yo llamó La Resistencia: todos aquellos profesionales de la salud mental que a pesar de las precariedades, con su pasión, vocación de servicio y compromiso ofrecen un servicio a comunidades que no la tendrían sino fueran por ellos. Para ellos, gratitud eterna.
Una mención especial para la Maestra Lupita Solís, que en sus ojos es palpable su incansable voluntad de servicio. Gracias por enseñarnos el camino.