Otra vez la muerte

Mario Barghomz
mbarghomz2012@hotmail.com

Dentro de algunos días celebraremos el día de muertos, y se hablará de los muertos. Y seguiremos hablando de la muerte mientras tengamos vida ya que ésta, desde nuestro nacimiento, viene aparejada con nuestra existencia. “El primer día de nuestra vida -dice Agustín- es también el primer día de nuestra muerte”.

Martin Heidegger, el filósofo existencialista alemán, dice que nacimos arrojados a la vida, pero también a la muerte. “Somos seres arrojados al mundo para vivir, pero parte de nuestro devenir (nuestro fin último) es la muerte”.

Muerte y vida se complementan; una sucede a la otra. Y toda muerte es necesaria -dice Platón- para que vuelva a nacer la vida que no viene de otra parte sino de los muertos. En su Diálogo “Fedón o del alma” que termina de manera extraordinaria con la muerte de Sócrates; Platón aborda sus ideas acerca del sentido y fin de la muerte, atribuyéndole al alma la virtud de cada hombre, y al cuerpo sus apetitos y vicios.

Es el cuerpo -dice Platón- el que debe morir para dejar libre al alma y que ésta en su separación de su parte material (el cuerpo) pueda ascender al cielo (el Hades o infierno en términos griegos) para purificarse. Las almas no mueren pues no son mortales sino inmortales. Este juicio filosófico será adoptado cientos de años después por el cristianismo.

Esta filosofía con sus variantes (sus alelos dirían los científicos) forma hoy parte de nuestra cultura de la muerte. Aunque la parte oscura de ella misma (su metafísica) no nos deje entenderla de manera más racional o empírica. Aunque Immanuel Kant nos explicaría muy bien esto de no entenderla lo suficiente, ya que la razón no puede entender las razones mismas del “objeto” (en este caso la muerte), ya que se trata de “razones puras”, es decir metafísicas, de la verdad misma donde no existe experiencia ni evidencia suficiente para demostrarlo.

Ésta es un suceso, un fenómeno y no un objeto. La parte de ella que puede entenderse a través del conocimiento y la experiencia de la ciencia es el cuerpo que muere, pero no su relación con el alma que queda sin entender en la pureza misma de su propia razón metafísica. No existe ciencia entonces que pueda explicar nada, sino especulación también no ajena a la fe, la creencia y el mito que como mera “sospecha” y percepción forman parte de su misterio. De ese misterio sagrado, representativo y oscuro. Esto quiere decir que su argumento es específicamente filosófico. Todo conocimiento sobre la muerte, en este sentido, le pertenece a la Filosofía.

En México esta cultura es sincrética; por una parte y atendiendo al carácter de su pasado prehispánico, y por otro a nuestra herencia hispánica. Y cada parte es sustantiva en la práctica de su ritual, de tal manera que todo elemento en ella obedece a estas dos caras de su ascendencia.

Ritual y misterio se conjugan para dejar testimonio y evidencia de un pasado aún presente en el inconsciente colectivo de los deudos generacionales. Somos depositarios de ese pasado que como sea nos pertenece; vivos y muertos reunidos en una ceremonia emotiva y ritual, cultural y significativa.

Y la muerte no sería sin la vida; vivir es morir cada día. Es nuestra condición natural de mortalidad. Y toda vida sabiendo que morirá algún día, no debería ocuparse de morir, sino de vivir plenamente para que cuando la muerte llegue no sea mala sino buena. Sócrates sabía eso, y por ello murió con tanta calma y serenidad. Y si sus amigos con quienes pasó las últimas horas, además de despedirse de Jantipa, su esposa, y sus tres hijos que ahí estuvieron con él, lloraron y no dejaron de mostrar su enorme tristeza; él nunca mostró temor ni ansiedad. “Voy con Dios, les dijo, a conocer la verdad”.

¿Y qué verdad hay en la muerte que nosotros no sabemos, y que sólo muertos veremos?